Todo estaba previsto para que Basel Al-Assad continuara con el gobierno de su padre, Hafez. Lo había preparado durante mucho tiempo para que ejerciera ese cargo cuasi dinástico. Luego de su larga dictadura, de casi 30 años, estaba a punto de pasarle la estafeta.
Pero un accidente automovilístico cambió la historia. Basel murió de esa manera en 1994, así que a Hafez no le quedó otra opción más que llamar a su hijo Bashar, el siguiente en la línea de sucesión, para prepararlo de manera intensiva, pues él ya estaba en sus últimos días, debido al cáncer que padecía.
Bashar era el sucesor más improbable. No se esperaba que ese tímido oftalmólogo se convirtiera en el heredero. Tenía buenas maneras, muy distinto a su salvaje padre, a quien nunca le tembló la mano para ordenar asesinatos. La matanza más grande ocurrió en Hama, en 1982, cuando mandó al ejército a reprimir una revuelta, matando, a entre 10 mil y 35 mil personas, al menos la mitad mujeres y niños (aún al día de hoy sigue habiendo 15 mil desaparecidos).
Hafez al-Assad fue un decantado maestro del genocidio. Pero su hijo… su hijo se cuece aparte. El discípulo superó con creces a su mentor. Ese delicado e introvertido mozalbete que no servía para gobernar, resultó ser el más adelantado de los dictadores, comparado sólo con gente de la altura de Saddam Hussein o Pol Pot. “El catálogo de las atrocidades de Bashar trasciende la caja de herramientas de cualquier dictador común y corriente”, escriben Anne Sparrow, doctora voluntaria en zonas de guerra y profesora de la Escuela de Medicina Monte Sinaí de Nueva York, y Kenneth Roth, profesor de la Universidad de Princeton y ex director de Human Rights Watch, en un reciente artículo para Foreign Affairs sobre los crímenes que debería de afrontar Assad, quien acaba de escapar a Moscú, donde el presidente, Vladimir Putin, lo acogió “por razones humanitarias”.
El informe César
En 2013, un funcionario escapó de Siria con ayuda de opositores. No iba solo: lo acompañaban más de 55 mil imágenes que documentaban las torturas y los asesinatos de prisioneros. Su nombre aún no se conoce, por temor a represalias: se le conoce con el nombre de César. Su trabajo era dejar testimonio de lo que sucedía en las cárceles clandestinas, sobre todo de los muertos. ¿Por qué ese trabajo tan macabro? Como explica Anne Sparrow, “incluso las dictaduras quieren garantías de que sus órdenes se están cumpliendo”.
Las fotografías, conocidas como El Archivo César, fueron tomadas entre 2011 y 2013 y muestran huellas de tortura en los cuerpos, entre ellas estrangulamiento, quemaduras, flagelaciones. Había gente a la que le habían sacado los ojos, y los cadáveres eran de todas las edades. Consciente de los crímenes que presenciaba, “César comenzó a duplicar y filtrar estas imágenes a través de contactos en la oposición siria, y el archivo fue presentado como evidencia de crímenes de lesa humanidad en foros internacionales y tribunales”.
En 2014, el informe fue publicado por un equipo de expertos legales y forenses internacionales que validaron la autenticidad de las imágenes y destacaron el carácter sistemático de las torturas. La ONU reconoció las evidencias, pero el Consejo de Seguridad no logró referir el caso a la Corte Penal Internacional. ¿Por qué no? Por los vetos de Rusia y China. El embajador alemán, en esa sesión, abandonó la sala gritando que Putin tenía las manos manchadas de sangre con ese veto. ¿Le faltaba razón?
En estos días de regocijo ante la caída del régimen sirio, los rebeldes que tomaron Damasco abrieron las puertas de la cárcel de Sednaya, donde había miles de prisioneros de conciencia. En cientos de casos no había reconocimiento de las detenciones, por lo que los familiares no sabían que sus seres queridos se encontraban ahí. El mundo ha podido constatar lo que eran esas cámaras de tortura, aunque todo ya se sabía, así como que el régimen era el traficante número uno en el mundo de la droga llamada captagón (se encontraron millones de pastillas en instalaciones gubernamentales).
Según la Red Siria de Derechos Humanos, todavía se desconoce el paradero de 136 mil personas detenidas arbitrariamente, y al menos 15 mil fueron torturadas hasta la muerte. En un solo día, el pasado domingo, 2 mil presos salieron de Sednaya. Algunos no habían visto la luz del sol en años. Sí, ese embajador alemán en la ONU tenía razón.
El dilema de un Nobel
Pero los crímenes de Assad no se limitaron a las prisiones. “Habiendo heredado el programa de armas químicas de su padre, fue un líder poco común que utilizó estas armas prohibidas contra su propio pueblo –escriben Sparrow y Roth–: los únicos otros en la historia reciente fueron Saddam Hussein en Irak, que utilizó armas químicas en 1988 contra los kurdos iraquíes, y Vladimir Putin, que utilizó el agente nervioso Novichok contra disidentes políticos”. Les faltó poner en esa lista a los líderes estadounidenses que arrojaron gas mostaza contra poblaciones inermes en la guerra de Vietnam, pero advierten que su recuento se limita a “la historia reciente”.
En 2013 fue cuando se desató el infierno. Sobre la localidad de Ghouta, cerca de Damasco, llovió gas sarín, que mató a más de mil personas. Entonces en EEUU no había un presidente belicoso capaz de iniciar una guerra gratuita como la que desató George W. Bush en Irak, sino uno que había llegado precisamente como la alternativa civilizada a esos años de insensatez… y que además había ganado el Premio Nobel de la Paz.
Así que Barack Obama se enfrentó a una disyuntiva implacable: intervenir o no en Siria para impedir que Bashar siguiera masacrando a su gente de la manera más cruel posible. El presidente había declarado que si se utilizaban armas químicas, esa sería una línea roja. Cuando sucedió, todo se planificó: sería una intervención quirúrgica que limitaría al mínimo las bajas humanas, enfocándose solo en los depósitos de armas químicas. Debemos recordar que existe en el derecho internacional la Responsabilidad de Proteger, a la que se comprometieron todos los países de la ONU en 2005: “la obligación de proteger a las poblaciones frente al genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad”, según se lee en los documentos de Naciones Unidas.
El tercer pilar de NU sobre esto dice, a la letra, que “la comunidad internacional tiene la responsabilidad de proteger a las poblaciones de un estado cuando es evidente que este no logra hacerlo”. Desde entonces, ha habido más de 50 resoluciones del Consejo de Seguridad sobre este principio… aunque, como bien sabemos, China y Rusia, con derecho de veto, frecuentemente protegen a sus sátrapas aliados (del mismo modo, ellos dicen, que EEUU veta que la población palestina sea protegida).
El dilema de Obama seguía. Las críticas por su inacción eran inmensas, pero él sabía que la opinión pública estaba harta de las guerras que había iniciado su antecesor. No había apetito en absoluto por mandar aviones de combate a otro país lejano, aunque en esta ocasión lo ameritara.
Obama se veía cada vez más débil y pusilánime. Las ONG de todo el mundo de derechos humanos lo asediaban con pruebas de lo que había sucedido y lo que podría venir. El semanario The Economist publicó una portada inusitada, audaz como pocas, pero valiente, en la que se veía el rostro de Bashar con el siguiente titular: “Hit Him Hard”, “Golpéenlo duro”. El artículo principal argumentaba lo siguiente: “el gobierno estadounidense no ve otra alternativa que atacar a Siria… incluso los líderes más cautelosos se deberían preparar para hacer de sheriff si la alternativa es un mundo en el que, cuando Estados Unidos ha anunciado que defenderá una norma internacional, un dictador cree que puede romper esas reglas”.
Los editores observaban tres escenarios, una vez que se había terminado el tiempo de las inspecciones: Estados Unidos podía 1) no hacer nada. 2) lanzar un asalto sostenido con el objetivo de derrocar el régimen genocida. 3) golpear con menor intensidad como un mensaje para otros dictadores que quieran utilizar armas de destrucción masiva.
Subrayaban que ninguna de las tres opciones era perfecta, pero quizás los ataques moderados, podrían sentar en la mesa de negociación incluso a alguien como Bashar al-Assad.
Un “fracaso épico”
En el último instante, Obama decidió que debía pedir autorización al congreso, a pesar de que tenía la potestad legal para lanzar la operación por sí solo. Ahí fue cuando intervino Putin, aliado de Assad, para salvarlo. Otro documento referencial, básico para entender ese momento histórico, es el de Simon Tisdall en The Guardian, titulado “El fracaso épico de nuestra era: cómo occidente defraudó a Siria”. Cuando Rusia ofreció que supervisaría a Bashar para que se deshiciera de su arsenal químico, a Obama no le quedó otra más que transigir. ¿Cómo se hubiera visto si no acepta ese ofrecimiento que se veía ante el mundo tan lógico y pacifista? “Por desgracia, Obama asintió –escribe Tisdall–. En la práctica, delegó la guerra en Moscú”.
“Fue un momento lleno de presagios funestos. El desprecio de Obama por su propia ‘línea roja’ fue interpretado en Moscú, Teherán, Damasco y otras capitales como la confirmación de un cambio fundamental. Y para Rusia fue una oportunidad de reconstruir la influencia de Moscú en medio oriente e intentar que Rusia restaurara el alcance global de la era soviética”.
Tisdall insiste en lo que muchos académicos han analizado: “al mantenerse pasivamente al margen en Siria, y al no castigar los crímenes de guerra, las democracias occidentales socavaron efectivamente la carta de las Naciones Unidas, las agencias humanitarias y el derecho internacional, e impulsaron a líderes autoritarios”.
¿Qué pasó después? Assad ciertamente destruyó parte de su arsenal químico, aunque conservó algo. Se quedó con sus reservas de cloro, dado que es legal, y entre 2014 y 2018 “el ejército sirio utilizó el cloro como arma química, a pesar de que dicho uso viola la Convención sobre Armas Químicas”, apuntan Sparrow y Roth. “Solo en abril de 2014, hubo 100 ataques con cloro contra civiles en aldeas del norte. Además, el gobierno mantuvo en secreto un alijo de gas sarín, que utilizó de forma más letal en un ataque en abril de 2017 en Khan Sheikhoun”.
Rusia se sumó al conflicto en septiembre de 2015 para apuntalar al régimen de Assad: “aviones a reacción atacaron hospitales, escuelas, mercados y edificios civiles”. Más de siete millones de sirios huyeron de las masacres. Simon Tisdall concluye que, “las decisiones tomadas en 2013 desencadenaron un desastre estratégico y son la razón principal por la que el conflicto sirio, que comenzó como un disturbio local menor que involucró a niños rebeldes en la ciudad de Deraa, se haya convertido en la guerra que definió nuestros tiempos”.
Fue precisamente en Deraa donde inició todo, y justo con unos adolescentes. Ahí apareció torturado y mutilado el cuerpo de Hamza al-Khatib, de 13 años, y de otros dos menores, por el crimen de haber pintado grafitis. Era el contagio de la Primavera Árabe. Pero aquí Bashar mandó disparar contra los manifestantes, cosa que hizo sólo una parte del ejército (matando a cientos en unos días, lo que echó gasolina al fuego). Muchos soldados se negaron a participar en esa carnicería y desertaron, volviéndose rebeldes ellos mismos, formando el Ejército Libre de Siria, que se mantiene hasta el día de hoy. Y también entraron en acción grupos que ya no tenían intenciones pacíficas, así como militantes islamistas. Hoy, que finalmente ha caído Assad y se extrajeron documentos de las cárceles, la familia de Khatib se enteró de que su otro hijo murió en cautiverio. La madre dijo a la BBC hace un par de días que esperaba “que Dios se vengue de Bashar al-Assad y de sus hijos”, y que viva en persona lo que ella ha vivido.
En una serie de eventos inesperados, el genocida ha dejado el poder, y muchos se preguntan si afrontará la ley internacional por sus crímenes. Pero una vez lo defendió Rusia en la ONU, para impedir que el TPI lo investigara. Otra vez lo volvió a defender cuando se ofreció, como una pantalla, a desactivar su armamento químico. Una vez más Putin lo salvó, cuando más adelante devastó con su aviación ciudades enteras, evitando que perdiera la guerra. Y una vez más lo está salvando, dándole asilo en Moscú, de donde quizá nunca vuelva a salir para enfrentar la justicia.