Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia como una promesa de cambio en el paradigma en la política de drogas, criticando las medidas de “la guerra contra el narco” implementadas desde la administración de Felipe Calderón, y ofreciendo una política de paz. En ese entonces reconocía que la estrategia prohibicionista era inservible y en reiteradas ocasiones manifestó que en su administración estaba “prohibido prohibir”, refiriéndose a diversos temas de la agenda pública nacional. Ahora, a meses de que concluya su administración, anunció la intención de presentar una reforma constitucional para prohibir el consumo de drogas químicas, como el fentanilo; lo cual cumplió de manera muy poética en el aniversario de nuestra Constitución el pasado 5 de febrero.

Este cambio en la política de drogas no sólo significaría abandonar el modelo de desintoxicación, reinserción y salud que promovía con el programa “Juntos por la paz”, sino pasar a criminalizar también la demanda –el uso y hasta la adicción a sustancias–. La iniciativa de reforma a los artículos 4º y 5º Constitucionales, a través de una reacción bastante confusa, propone prohibir la producción, distribución y enajenación de drogas sintéticas, así como el “uso ilícito del fentanilo”. La realidad es que ya existe una criminalización indirecta o de facto sobre el uso de drogas, que se expresa en el delito de posesión simple y a veces también en su clasificación como narcomenudeo; pero tipificar el consumo significaría, por ejemplo, que una prueba toxicológica positiva podría ser suficiente para imputar el delito, o que los servicios de salud se vieran obligados a dar vista al Ministerio Público al recibir pacientes con sobredosis.

La evidencia internacional basta como prueba de los efectos tremendamente nocivos que tiene la criminalización del consumo de drogas para la sociedad. Human Rights Watch advierte que este tipo de políticas crean un estigma y exponen a las personas a discriminación de por vida; las excluye de oportunidades laborales a futuro y las empuja a ganarse la vida en actividades ilícitas; limita el acceso a servicios de salud y evita o retarda que las personas con dependencia pidan ayuda. Y, por si fuera poco, las tasas de consumo rara vez se ven afectadas por la prohibición.

También resulta evidente que criminalizar la demanda de drogas satura el sistema de justicia. Suena de lo más ineficiente perseguir a miles de personas por gramos o fracciones de gramo, en lugar de a los pocos que trafican kilos y toneladas de estupefacientes. Pero quizá es un reflejo de la frustración del Presidente por los escasos resultados obtenidos hasta el momento para detener el tráfico de drogas a gran escala. De acuerdo con el Censo Nacional de Seguridad Pública Federal, levantado por el INEGI, de 2019 a 2022 se han decomisado un total de 351.4 kg y 968,945 tabletas de fentanilo en México; pero, sólo para dimensionar lo insignificante de estas cifras frente al problema, recordemos que en Estados Unidos la DEA (Drug Enforcement Administration) incautó 5,443 kg y 78.4 millones de pastillas de fentanilo, tan sólo en 2023.

Teniendo de frente el debate en torno a la legalización y regulación del uso lúdico del cannabis y, desde 2019, cerca de 45 iniciativas en el Congreso de la Unión para regular el uso de sustancias, y dejar de perseguir penalmente algunas conductas relacionadas con drogas, se podría decir que el Presidente está nadando contracorriente. El Presidente no está cumpliendo con otra más de sus promesas y por el contrario, ha constreñido la garantía del derecho a la salud a una prohibición. Este afán del gobierno de “cuidarnos” sin considerar nuestros derechos al libre desarrollo de la personalidad, a la salud y a la libertad, se vuelve una agresión institucional.

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