Yo vendo comida los fines de semana, pero pues ahorita quién sabe cómo le vamos a hacer. ¿Quién va a querer ir allá ahorita, quién nos va a comprar? Ahorita lo que se va a hacer es ver dónde dormimos y qué comemos, porque aquí ya no hay nada

Diario La Razón

¿Fue el cambio climático, el calentamiento de los océanos, el tránsito de la Niña al Niño, tal vez lo vertiginoso del cambio de una tormenta tropical a un huracán categoría 5 que, según los expertos, cada vez será más frecuente? O, más bien, deberíamos hablar de una aberrante combinación de factores meteorológicos, sociales y políticos, para explicar lo que desató la catástrofe en Acapulco, detonado por uno de los huracanes más poderosos de los que se tenga memoria en el Pacífico mexicano. Todo parece una fatal combinatoria de hechos cuyo desenlace fue esta especie de tormenta perfecta.

Contrariamente a lo que suponen algunos, no hay forma de comprobar que un acontecimiento particular, concreto, como es el caso de la devastación provocada por el huracán Otis, o cualquier otro de los eventos concretos atribuidos a la cambiante y amenazante meteorología que parece ensañarse con el planeta en las últimas décadas, sean productos del cambio climático.

No obstante, hay algo de lo que sí podemos tener una certeza absoluta y esto es, que las condiciones de vulnerabilidad en las que el orden social desigual ha colocado a una inmensa mayoría de la población nacional las sitúa en condiciones ideales para ser víctimas de cualquier catástrofe, sea climática o de cualquier otra naturaleza. La pobreza, la marginación y la injustica se convierten así en la principal fuerza de atracción de la tragedia.

Las escenas son desgarradoras, Acapulco y otras poblaciones vecinas parecen en ruinas y sus habitantes, sobre todo los pobres, padecen desolación, angustia, desesperación. El hecho de que Acapulco haya sido severamente golpeado por huracanes, terremotos, bandas criminales y por un histórico abandono a las mayorías pobres que generan la riqueza, no significa que la tragedia tenga que ser destino. Este hecho, lo mismo que otras tragedias del pasado, va a dejar su huella y va a decidir muchas cosas en la economía, la sociedad y, sobre todo, en la política en los tiempos por venir.

No es cierto que la administración del presidente López Obrador no esté haciendo nada y que no haya podido responder adecuadamente ante los estragos de este fenómeno. El presidente está tomando las decisiones más adecuadas, está movilizando los recursos económicos, sociales, políticos y organizativos de manera racional y eficiente, aunque estas no sean necesariamente aquellas que, tradicionalmente, se han tomado en situaciones similares en donde se ha dado preferencia a acciones para rescatar a los más privilegiados y sus bienes. Su visita inmediata a la zona de desastre no es una medida puramente mediática; es, sobre todo, un acto propio de un estilo de hacer política en la que se trata de estar cerca y privilegiar a los más necesitados, de mandar el mensaje que está con aquellos que más resienten los efectos de esta y otras calamidades.

Las fotos difundidas del camión atorado en el lodo en su camino rumbo a Acapulco, da cuenta de su intento por llegar lo antes posible a los lugares afligidos por los daños del meteoro. Algunos presidentes de Estados Unidos, y también de México, no fueron más expeditos ante situaciones semejantes: la crítica a la actuación y respuesta del presidente ante la crisis es absolutamente política, por una parte, de sus adversarios, por otra de los haters habituales que merodean en el ciber espacio que, cuando el presidente no tropieza, lo quieren hacer caer poniéndole estorbos en su camino.

De Acapulco, sitio preferido por el jet set de los años sesenta, solo se presumen los hoteles de lujo y las casas de los ricos, nacionales y extranjeros; nadie se fija en quienes construyen la ciudad, sus edificaciones, la riqueza, en la gente que echa a andar la maquinaria económica. No es solo en los momentos de gloria, sino también en los de tragedia, como en este caso ante el paso demoledor del huracán Otis cuando, en un primer momento, la mayor parte de las noticias, imágenes y reportajes se centraron en la zona hotelera, y en las más emblemáticas, como es el caso de Punta Diamante y sus edificaciones insignias en donde habitan o reinan los privilegiados.

Ahora, los promotores y difusores del discurso del odio que operan en las redes sociales, se han trasladado del Acapulco bonito a las zonas pobres más devastadas, mostrando las escenas y las caras del drama, en donde el interés no es procurar la seguridad y bienestar de los más afectados, sino explotar el auténtico dolor de la gente para exponer la supuesta falta de apoyo e incompetencia de la actual administración para atender la emergencia.

La naturaleza pareció ensañarse con todos por igual, ricos y pobres, dicen algunos relatos y descripciones de la catástrofe en los medios de comunicación. Lo que no dicen es que las mencionadas condiciones de vulnerabilidad en la que han sido colocados los pobres por el orden social desigual, los hace particularmente elegibles para el daño y la catástrofe.

Los dueños de los hoteles, las élites y todos los que viven de las glorias pasadas y presentes de Acapulco, tienen aseguradas sus casas y sus bienes y sus propiedades no se limitan a aquellas que pudieron ser dañadas por la fuerza inaudita del huracán, sino por sus abundantes cuentas bancarias, sus propiedades en distintos lugares de México y del mundo, y toda la riqueza acumulada que les permite vivir en la opulencia. Los pobres viven al día o están endeudados, los alimentos con los que cuentan son los que consumen en el día, los enseres domésticos son los que se han podido proveer con grandes esfuerzos, los escasos y precarios muebles de sus casas, las camas, colchones, en los que duermen no son solo su patrimonio, sino sus medios de sobrevivencia. La adversidad no se vive y no se le enfrenta de igual manera desde el lujo que desde la miseria.

Ningún orden social puede permitir actos de vandalismos, de tal manera que el robo, el crimen la violencia en general son conductas que deben ser sancionadas. No obstante, las escenas de saqueos de supermercados y tiendas de electrodomésticos deben ser contextualizadas y analizadas en el marco social en el que tienen lugar. En situaciones como las que se viven hoy en Acapulco, constituyen una forma desesperada de proveerse de aquellos artículos más básicos cuando la vida, la sobrevivencia y la seguridad más elementales están en peligro. Seguramente hay quienes se aprovechan de la confusión y la desesperación para realizar saqueos, pero no es esto algo que pueda generalizarse para decir, como se dice o insinúa, que el mexicano es depredador y con vocación al robo y al saqueo.

Desde la comodidad de los que viven en condiciones de bonanza y opulencia, con sus refrigeradores repletos de alimentos y provistos con bienes y riquezas, desde los sitios de confort, el mundo y la realidad se ven de una manera distinta a como se ve desde los territorios donde viven los que no tienen nada porque, históricamente, padecen miseria o porque lo perdieron todo en eventos como los que hoy tienen lugar en Acapulco.

Las cifras oficiales preliminares hablan de números que seguramente no dan cuenta cabal aún de las personas que perdieron la vida o que están desaparecidas o de las pérdidas materiales sufridas: 43 personas fallecidas (33 hombres, 10 mujeres), 36 personas desaparecidas, daños a 90 por ciento de los hoteles, más de 200 mil viviendas afectadas, el servicio de Internet interrumpido, cierres de carreteras, deslaves, decenas de torres de alta tensión caídas, medio a un millón de personas sin electricidad según fuentes diversas, dramática escasez de agua y alimentos, y una gran demanda de combustibles, todo lo cual es de esperarse que se normalice en los próximos días.

Otis, con vientos de 250 km por hora tocó tierra a las 00.25 horas del miércoles dejando una ciudad devastada y cientos de miles de personas en condiciones que ponen en riesgo su sobrevivencia. Las condiciones de desigualdad, la abundante pobreza que destruye las vidas, mata las esperanzas y cancela los sueños de los más pobres, arribó a tierra acapulqueña desde hace muchísimo tiempo y amenaza con reproducirse a perpetuidad. Ése, y no el apocalipsis climático o el fin del mundo es el verdadero peligro que enfrentan los pobres del mundo: la perpetuación, la reproducción, la sostenibilidad de un orden injusto y degradante que los hace vulnerable a cualquier catástrofe.

Profesor-investigador de El Colegio de México

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