No todo es racionalidad, no todo son datos duros, no todo es explicable hoy día por el conocimiento científico, por sus modelos y sus predicciones. El tema del cambio climático está lleno de símbolos, de mitos, de un gran pesimismo, de un ambiente emocional donde abunda la catástrofe, el fin del mundo.
El 4 de noviembre próximo, un día después de las elecciones, Estados Unidos quedará fuera del Acuerdo de París, si el presidente Trump es reelecto, lo cual ya es visto por muchos como la gran catástrofe que se avecina. El Acuerdo fue hecho, en muchos aspectos, pensando en Estados Unidos. Se evitó conscientemente incluir cualquier cosa que tuviera carácter obligatorio y que requiriera la aprobación del Senado Estadounidense, sabiéndose de antemano que iba a ser rechazado. El presidente Obama encargó al secretario de estado John Kerry pugnar por la inclusión de un candado que evitara a cualquier país retirarse antes de cuatro años de su ratificación. Esto, pensando que pudiera llegar a la presidencia alguien opuesto a lo pactado en París en el 2015.
El 4 de noviembre de 2016 entró en vigor el Acuerdo de París, una vez cumplido el requisito de su ratificación por 55 países que, en su conjunto, representara el 55 por ciento de las emisiones globales de Gases de Efecto Invernadero (GEI). Estados Unidos lo había ratificado en septiembre de ese mismo año. El 4 de noviembre próximo, al cumplirse 4 años de su entrada en vigor, la salida de Estados Unidos puede ser una realidad, por lo que muchos ya ven esa fecha como una especie de Día ‘D’ para el clima planetario. No deja de haber algo apocalíptico y sensacionalista en mirar ese día como el desencadenamiento de la catástrofe.
Todo el tema del cambio climático posee una simbología apocalíptica. Un lenguaje Milenarista lo anima permanentemente; y no es esto únicamente algo característico del lenguaje común: aparece también en el discurso de aquellos considerados como los expertos. Gran parte del tono de los comunicados del IPCC, y sobre todo de algunos de sus integrantes, tiene también estas características, lo cual es más acentuado en las ONG.
No es casual ese lenguaje. Todo el movimiento ambiental, particularmente a partir de los años sesenta, ha tenido que recurrir a una dramatización de sus demandas para hacerse oír por un público usualmente incrédulo, desconfiado, o renuente a asumir los costos de evitar el daño ambiental, en un contexto en el que nadie quiere cambiar el confort que les brinda consumir, casi de manera gratuita, muchos de los bienes que la naturaleza nos prodiga.
El anuncio del retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París ha indignado a muchos. Y hay profundas razones para esa indignación. No obstante, el efecto de la salida formal de Estados Unidos es más bien simbólica y psicológica que real y efectiva. Por una parte, en el interior de Estados Unidos, una Coalición formada por muchos estados, corporaciones e instituciones declararon su voluntad de continuar con los compromisos contraídos, y no es poca cosa porque el conjunto de esta Coalición representa alrededor del 70 por ciento del producto bruto estadounidense y más de la mitad de las emisiones de GEI de ese país (Man, Michael: The Guardian 27/VII/20).
Por otra parte, el apoyo que el presidente Trump ofreció a la industria del carbón fue y es un slogan de campaña. En los hechos producir carbón es muy costoso, requiere de grandes subsidios: es una industria obsoleta. La energía renovable en Estados Unidos está siendo exitosa por un motivo muy simple: cada vez es más rentable y su margen de ganancia supera con mucho al carbón.
Finalmente, Estados Unidos tampoco ratificó el Protocolo de Kioto, no obstante, fue de los pocos países que logró algunas reducciones en sus emisiones, sobre todo en el sector de generación de energía eléctrica durante la administración del presidente Obama con el plan de energía limpia. En términos efectivos todos los países firmantes de Kioto aumentaron sus emisiones y a nivel global estas aumentaron en al menos 13 por ciento.
El temor al 4 de noviembre próximo sobredimensiona y malinterpreta el papel real de Estados Unidos, al mismo tiempo que le quita responsabilidad al resto de los gobiernos del mundo. Nada va a cambiar respecto a las emisiones y al futuro del clima planetario después de ese día. Y mucho menos si el resto del mundo, que representa el 83 por ciento de las emisiones globales de GEI, no se compromete realmente a llevar a cabo medidas no discursivas sino reales, para abatir sus emisiones.
La salida de Estados Unidos del Acuerdo de París, en caso de llevarse a cabo, simplemente servirá para que el resto del mundo justifique su inacción. Ese es el verdadero riesgo. Países que no hacen mucho, o hacen nada, que firman todos los acuerdos del mundo, pero que carecen de instituciones con poder para hacer cumplir los compromisos, o que simplemente no tienen la voluntad o capacidad política para cumplirlos, ni se diga ya, para efectuar los cambios de más fondo imprescindibles para contrarrestar los efectos de una sociedad, donde impera el consumismo, la lógica del mercado y el consumo y desperdicio insaciable de naturaleza.