En México, la elite intelectual nos recetó por años un discurso democrático que centró su energía en erigir instituciones que protegieran la democracia procedimental. De forma que el país se avocó a construir burocracias de primer nivel en torno a procesos que, idealmente, evitarían la influencia indebida de poderes fácticos y garantizarían el respeto a la voluntad popular. Con sus bemoles, nadie puede escatimar los avances en la materia. Sin embargo, aquellos “maestros de la alternancia” fueron tan estatistas como el propio sistema político al que quisieron transformar. Su enfoque se limitó a la democracia electoral y pocas veces se atrevieron a discutir la necesidad de democratizar otras esferas de la sociedad.
La democracia era un fin en sí mismo. Y no sólo eso, era un discurso confinado a la alternancia de cargos entre partidos políticos. Mientras tanto, en la periferia del debate público, se luchaba por democratizar sindicatos y democratizar la toma de decisiones en universidades públicas. Y de entre de esos esfuerzos, hubo voces aisladas que se atrevieron a discutir la necesidad de democratizar la economía. De forma retórica ciertos partidos de izquierda adoptaron la frase en sus programas de acción, pero la lucha por “una democracia económica” nunca fue más allá de plantear políticas redistributivas y programas sociales.
Tuvimos una alternancia y una apertura de nuestro sistema político, pero nuestras industrias nunca fueron objeto de un proceso similar. Las empresas mexicanas se han pensado desde siempre como un modelo autárquico, patrimonio único de sus accionistas. Modelo particularmente arraigado en una tradición de empresas familiares que se heredan de generación a generación hasta convertirse en emporios. En la empresa mexicana, el taylorismo vertical sigue siendo la norma. Y en aquellas maquiladoras, automotrices, cerveceras, call-centers, la voz del trabajador cuenta muy poco.
En su último libro, Ideología y Capital, Thomas Piketty discute la forma en que los regímenes de desigualdad se legitiman a partir del sistema de valores imperante. Al mexicano le parece natural que “el patrón” gobierne la empresa como un monarca al que sus trabajadores le deben sumisión absoluta. Lo mismo en la fábrica, la oficina o en el home-office, la gobernanza de la empresa es similar al de una monarquía absoluta. Nos parece normal, porque a través de un contrato aceptamos “voluntariamente” vender nuestro trabajo en condiciones preestablecidas. Parece una relación “consensuada”, “natural”, sobre la cual podemos salir en cualquier momento. Pero en un contexto donde más de la mitad de la población trabaja en la informalidad, muy pocos se arriesgarían a perder su empleo. Y no es que su trabajo ofrezca oportunidades de crecimiento, ni un sueldo justo, pero ofrece seguridad social, prestaciones de ley y un mínimo por encima del promedio de quienes viven en el sector informal.
El primer paso para romper este régimen de desigualdad es atrevernos a cuestionar la relación capital=propiedad. ¿Por qué los accionistas de la empresa deben ser los únicos propietarios de la misma? Isabella Ferreras, en su libro Empresas como entidades políticas, argumenta que en la empresa existen dos tipos de inversionistas: quien invierte capital y quien invierte trabajo. Y en la medida en que ambos son necesarios para el desarrollo de cualquier empresa, particularmente en economías volcadas al sector de servicios, ambos inversionistas tienen el derecho legítimo de participar en la toma de decisiones.
Cuestionar las relaciones de propiedad y los modelos de gobernanza de una empresa, va más allá de un socialismo trasnochado. En Alemania y en varios países escandinavos, se mantiene desde la segunda guerra mundial modelos de codeterminación donde los consejos directivos y supervisores cuentan con representación de los trabajadores. Ferreras va un paso más allá y propone un modelo bicameral. El consejo de inversionistas del capital y el consejo de inversionistas del trabajo, tendrán que ponerse de acuerdo en lo fundamental para que la empresa sea una entidad que vele por el beneficio de todos sus miembros. En la misma forma en que la Cámara de Diputados y la de Senadores legislan por el bien de la República, el modelo bicameral de Ferreras busca equilibrar el poder entre dos grupos necesarios para velar por el interés general de la empresa.
¿Si la democracia se ha erigido como el valor más elevado de las sociedades contemporáneas, por qué no atrevernos a llevar su lógica en nuestros lugares de trabajo? Ahí pasamos más de un tercio de nuestras vidas. Ahí conocemos a nuestros amigos, ahí nos enamoramos, muchas veces ahí morimos. El trabajo define parte de nuestra identidad, dignifica nuestra existencia y nos permite contribuir a la comunidad. ¿Por qué tendría que ser más importante democratizar el gobierno de nuestras ciudades y estados, que el de nuestros ambientes laborales?
Existe amplia evidencia de que incorporar a los trabajadores en la toma de decisiones de la empresa aumenta la retención de talento, reduce los costos de comunicación interna y mejora la productividad. Pero aún encorchetando estos beneficios, la participación de los trabajadores en la toma de decisiones permite un reparto más equitativo en las utilidades y evita que los accionistas prioricen la maximización de ganancias a toda costa, particularmente por encima del despido masivo de personas, del daño al ambiente o del perjuicio a consumidores. Incluir a los trabajadores en el gobierno corporativo de las empresas es un seguro de mano a la racionalidad del capitalismo, cuya ceguera, no pocas veces, ha atentado contra su propia lógica.
Este año, México elige a un nuevo congreso. Merecemos representantes populares que estén interesados en ampliar el campo de la democracia. De manera concreta, requerimos que legisladores que impulsen reformas a la Ley General de Sociedades Mercantiles para considerar en los Consejos de Administración, la presencia de consejeros que representen a los trabajadores. No es ninguna ocurrencia. En Estados Unidos, Bernie Sanders propuso que las empresas con cien millones o más de ganancias anuales y las que coticen en bolsa, transfieran cada año 2% de sus acciones a un fondo común para los trabajadores; hasta alcanzar el 20 por ciento del valor de la compañía. Los trabajadores no sólo recibirían las utilidades de sus acciones, sino también ejercerían los derechos de voto correspondientes en el Consejo de Administración.
Necesitamos a un Sanders mexicano que quiera dar la lucha por los trabajadores y por una democracia económica