Justo antes de partir a Monterrey mi papá me preguntó: «¿y a qué equipo le vas a ir, Tigres o Rayados?» Su pregunta era una provocación. Mi padre sabe bien que me importa poco el futbol. «¿Pues a quién más, papá?, al que juegue contra el América.» Mi viejo sonrió con anuencia. Sabía que mi aberración al azulcrema al menos me permitiría sobrevivir entre los regios.
Ya acá en Monterrey, la pregunta era obligada. Y se hizo más apremiante en medida en que el clásico se acercaba. «¿Y tú a quién le vas, José Luis?», me preguntaban los colegas. Pero los regios no esperan una multiplicidad de respuestas, esperan a que te definas en términos de su binomio: Rayados o Tigres. Porque si escoges otro equipo es que «no eres de aquí». Y «ser de aquí», pertenecer, es importante, sobre todo para quien es nuevo, particularmente para quien es chilango. Porque el chilango carga con los rencores acumulados por siglos de centralismo mexica, así que nos toca hacer méritos para ser aceptados.
Definirte por un equipo es un rito de pase para el que busca arraigarse en la ciudad. Así me lo compartió Daniel, el conductor que me llevaba a Barrio Antiguo mientras me contaba que hace 13 años había dejado Torreón para venirse a Monterrey. Su decisión de irle a los Rayados no tenía profundidad: «me gustan los colores de la playera». Pero la razón de definirse por un equipo sí que era profunda: «me hace sentirme parte».
Benedict Anderson lo explica muy bien en Comunidades Imaginadas. La identidad social es un acto de imaginación porque nos visualizamos compartiendo los mismos rituales, prejuicios y añoranzas con un todo social que jamás llegaremos a conocer. Daniel no llegará a conocer ni siquiera la décima parte de la barra del Rayados para validar si, en efecto, comparte afinidad con ellos. Pero al portar la playera con orgullo se imagina en comunión con su equipo. Afirma su membresía con un grupo que, en reciprocidad, le concede el derecho de pertenecer a la ciudad. Hay, en contraste, quien decide mantener la afición por su equipo de casa como una forma de defensa cultural frente a la homogeneidad abrasiva de la cultura neolonesa.
Tigres o Rayados no es necesariamente un clivaje. No conlleva una ideología ni una manera particular de ser regio. Es una rivalidad ficticia, pero necesaria para desdibujar las muchas otras desigualdades que dividen a la ciudad. Aún cuando el imaginario colectivo dicta que los Tigres son el «equipo del pueblo», lo cierto es que en cualquier barrio de Monterrey uno se encuentra con casas humildes pintada de rayas blancas y azul celeste, con posters colgados de Mario de Souza y Aldo de Nigris acompañados de una veladora y una virgen. De forma inversa, en lo más alto de las élites, a la burguesía local le gusta ponerse la playera del tigres y hacer un guiño simbólico de deferencia popular. Al igual que en muchas otras partes de México, los regios escogen a su equipo en gran parte por su familia, ya sea para reivindicar o negar la afinidad con el padre. Hay cientos de anécdotas en donde el papá viste a sus hijos de uno u otro color, al extremo de hacerles besar la playera de Monterrey como forma de refirmar su filiación. Como en el bautismo, uno nunca elige si quieres ser parte o no de la grey, nacemos con una fe y al crecer decidimos si confirmarnos o cambiar de religión.
Pero incluso yo que soy agnóstico, el sábado no pude mantenerme ajeno a la euforia. Aún en la pandemia se sentía un ambiente festivo. El estadio estaba vacío, pero en las casas y en los bares -a media ocupación- se vivía la fiesta. El futbol es de los pocos eventos que logran aplanar identidades y suspenden momentáneamente la estratificación social. El estudiante de la UANL y el del Tec, el vecino de cumbres y de la Independencia, el conductor de Uber y el socio de FEMSA, pausan por igual su cotidianidad para vivir su pasión. Dirimen su rivalidad frente a la carne asada, mientras afirmam lo que todos comparten: el orgullo de ser regiomontano.
Junto al Cerro de la Silla, el parque fundidora y el HEB, la rivalidad Tigres-Rayados es un símbolo de identidad regia. No importa que haya otros clásicos de relevancia nacional, «el nuestro importa, porque es nuestro». Me encanta la forma en que lo planteó Javi Alonso frente a los comentaristas de EL UNIVERSAL: «el clásico regio no tiene competencia, porque no la busca. El clásico regio sólo tiene un mercado y es el mercado de Monterrey. No es un clásico de exportación… Sino trasciende más allá de Gonzalitos no hay problema. A nosotros nos apasiona nuestro clásico».
Yo de futbol sé muy poco y a estas alturas me vería mal simulando. Pero sé ya a qué equipo le voy. Seré de los Tigres por dos razones. Primero, porque me gusta irle a los equipos ganadores. Es un buen augurio que en mi primer clásico los Tigres hayan ganado; sin tener miedo a compartir con ellos las derrotas que puedan venir. Segundo, por la figura de André-Pierre Gignac. No tengo habilidad de cronista para describir el virtuosismo del galo, pero más allá de sus magníficas jugadas, para mí Gignac simboliza la apertura que Monterrey tiene con los foráneos que demuestran trabajo, compromiso y talento. No importa de donde vengan, pueden ganarse el cariño de la afición si saben sudar y honrar la camiseta.
Con todo y que ahora soy Tigres, siempre le seguiré yendo al que juegue contra el América.