El cine mexicano nos ha acostumbrado a comedias y dramas de molde de caja. Historias simplonas que replican experiencias y temores de un grupo privilegiado de creadores que, en el mejor de los casos, logran entretenernos. Son discursos que parten de la centralidad, de la blanquitud, de un México sin apuros que se da el lujo de reírse y agobiarse con problemas superficiales.
Luego, viene ese otro tipo de cine: el de la alteridad. Narrativas que luchan por visibilizar al «otro México». Un México en el que cada día es un día en resistencia: resistir la violencia, la hegemonía cultural, la desigualdad, la corrupción, el patriarcado. Los adherentes a este género luchan por distanciarse de los tópicos, rostros y escenas que agradan al cine comercial. Se niegan a complacer al establishment. Pero en su negación, en su instinto de distanciamiento, caen en el exceso de anteponer su militancia a su capacidad creadora. Se olvidan del espectador y se pierden en un solipsismo evidente.
Carlos Lenin se encuentra atrapado en esta búsqueda y en su opera prima nos obliga a acompañarlo en la labor de parto.
La paloma y el lobo es una película demandante. Hay una narración fragmentada y escenas estáticas que nos piden contemplar el río o el ferrocarril por varios minutos sin darnos mayor contexto. Y es válido que un cineasta exija del espectador. Que nos pida tiempo para aprender a contemplar o para dejarnos envolver por su historia. Pero la exigencia de Lenin no se ve recompensada.
La fotografía rescata la película. Hay escenas que se mantienen vivas en nuestra mente después de días. El rostro de Lobo iluminado con una lámpara tintineante mientras su rostro se llena de horror al ver una tortura. Los chicos de secundaria asechando a Paloma como una jauría de coyotes. Los cuerpos de Paloma y Lobo desnudos en medio de la precariedad. Son imágenes que nos cautivan por resaltar lo pequeño, lo marginal, lo cotidiano. Pero son escenas que se sienten preconcebidas, yuxtapuestas. Pareciera que Lenin tenía una colección de memorias y fotografías y no encontró mejor pretexto para materializarlas que una historia de amor en tiempos de narco-violencia.
Es una estética buscando una historia. Una trama que no lleva a ninguna parte, que no abre espacio a la catarsis, que no nos motiva a transformar la realidad. Es mera percepción, nostalgia y miseria, envueltas en un preciosismo injustificado.
Y es que el arte no tiene siempre que cumplir un propósito, pero el cine apoyado por fondos públicos ¿no debiera ir más allá de las ganas de contar una vivencia personal? He leído entrevistas a Lenin y me queda claro que el director priorizó ser fiel a su historia antes que agradarle a la audiencia, a la crítica o a sus maestros. Lo que no me es claro es si Lenin intentaba hablarle al otro México o si sólo pretendía explotarlo como tópico.
Imagino a dos jóvenes como Lobo y Paloma yendo al cine. Dos jóvenes de Linares educados en los arquetipos de Multimedios y en el ritmo dramático de las series de Netflix. Dos jóvenes que por error o por audacia invierten 200 pesos de su ajustada quincena para ir a ver la película de Lenin. ¿Aguantarán los 146 minutos o abandonarán la sala a la mitad de la función (como vi que varios hicieron)? ¿Al terminar la película con qué mensaje se quedarán? ¿Se sentirán identificados con Lobo y Paloma? ¿Se sentirán hastiados de ver su cotidianidad estilizada en una historia que no ofrece esperanza? ¿O se quedarán viéndose uno al otro, calladamente, sin atinar por qué la película es tan lenta?
Me preocupa pensar que Lenin sea representativo de una generación de cineastas más interesados en negar al cine comercial que en construir audiencias. Me preocupa que sin quererlo estén erigiendo un elitismo a la inversa. Una estética y una narrativa para complacer a su nicho “contracultural” que miran con cierta indiferencia el gusto de las masas. Y me preocupa porque en el fondo creo que comparto con ellos la misma preocupación: ¿cómo democratizamos al cine?, ¿cómo llevamos historias de la periferia a la pantalla grande sin alienar al espectador promedio?
No nos queda de otra, hay que seguir haciéndola de partera hasta que el cine mexicano se reivindique.
Nota: ¡Felicidades a Raisa Pimentel por el diseño del poster para anunciar la película!