Los riesgos. El Tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) enfrenta una dura prueba que pone en riesgo su sobrevivencia —o su integridad— si se materializa alguno de los supuestos implicados en las amenazas de Trump. Asoma la opción de desnaturalizar el Tratado, con las violaciones arancelarias que anuncia el autócrata. Y no se descarta la posibilidad de admitir la imposición de sobrecargas a nuestro país a través de una ‘negociación’ indigna de ese nombre, por fincarse en la amenaza y la extorsión.

¿Un mal necesario? Pero acaso el obstáculo mayor para el éxito del proceso de revisión del acuerdo, adelantado por los desplantes de Trump, radica en las creencias y convicciones profundas de los actores centrales en este brete. Trump arrastra a la negociación sus pulsiones egocentristas, alérgicas a compartir un destino común con sus vecinos, a quienes ve, de acuerdo con su discurso, como sanguijuelas ávidas de succionar la riqueza estadounidense, vividores de sus empleos, de sus inversiones, de su fuerza de consumo. A Sheinbaum le pesa la visión dominante de su grupo, en principio, contraria a la apertura económica del país y a sus exigencias de apego a las reglas del mercado. Y ya no se diga su fobia, apenas oculta, a una estrecha sociedad con la cabeza del poder capitalista mundial. Mientras a Trudeau y a las élites canadienses a las que pertenece siempre les pareció una imposición de Bush padre la inclusión, solicitada por el México, en el tratado comercial que ya negociaban solos con Estados Unidos. Es cierto que se impuso el éxito de tres décadas del original TLC y su continuación en el T-MEC. Pero con el cambio de los tiempos, de regreso al proteccionismo nacionalista a ultranza, los tres gobernantes parecerían ir forzados a la renegociación, como aferrados a un mal necesario.

El factor humano. Un problema en el que poco se repara radica en las diferencias entre las condiciones propicias para el nacimiento de la primera versión del tratado y las condiciones adversas que enfrentan hoy, 30 años después, tanto el instrumento trilateral como, en su caso, el futuro de México en la nueva versión del acuerdo, el T-MEC. En el caso de México la comparación de esas condiciones para el éxito el fracaso podría empezar por el factor humano involucrado en la negociación de la década de 1990 y el de hoy. No sólo es el tema del profesionalismo, la competencia técnica y el conocimiento a detalle de las debilidades y fortalezas productivas y comerciales de las partes. Ni solamente la fluidez de la conversación y el trato con las contrapartes. Ni tan solo el dominio de la información sobre los intereses en juego, a detalle, representados por los actores movilizados a favor y en contra. Cierto. Todo ello llevó a Jaime Serra y a su equipo a obtener acuerdos ventajosos para el país y para la buena relación con los socios. Pero hay algo más que esta vez falta en los tres gobiernos involucrados.

Grandes ausencias. Hace treinta años la negociación tuvo a la cabeza a hombres de Estado (Carlos Salinas, George Bush padre/Bill Clinton, Brian Mulroney) con ideas claras, sí, sobre lo que convenía a cada uno de los países, pero también sobre la conveniencia común de integrar una zona económica de prosperidad compartida en América del Norte. Y abundan las imágenes en que promovieron percepciones mundiales de trabajo en equipo para alcanzar sus fines. Son las grandes ausencias de hoy en día. En los supuestos intercambios con sus socios es fácil descubrir que los mensajes van dirigidos a sus respectivos secuaces en sus países. Y el primer grito de guerra de Mar-a-Lago no fue para buscar acuerdos comunes, sino para provocar el pedido de clemencia por separado, uno en presencia, la otra por teléfono. ¿Qué puede salir mal?

Académico de la UNAM

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