Poderes prestados. Algo más que un cambio de señales de Palacio y que un acto de contrición de Ebrard se vislumbran en la decisión final de la candidatura oficialista al gobierno de la CDMX, y en el regreso al redil del excanciller. Dejan ver estos episodios el diseño de un sistema en el que el actual presidente –y en 42 semanas, expresidente– sería, ya, la fuente original de todo poder de la República. Tiene en sus manos y en su mente conspirativa el destino de todo aspirante a usufructuar el poder electoral dominante en el país, y que sólo él controla. En su concepción, cada uno de los bendecidos –e incluso de los no bendecidos, como Marcelo– para participar desde su campo en busca de un cargo del Estado: sea presidente de la República o ministro de la Corte, le debe obediencia y lealtad incondicionales. Y así como tiene el poder de otorgar esas mercedes, tiene el poder de revocarlas, como en el caso de García Harfuch. En esta concepción, los titulares de los poderes públicos deben aparecer no sólo subordinados, sino como poderes –o expectativas de poder– prestados. A 10 meses y 15 días del fin de su periodo constitucional, el presidente no sólo aparece decidido a mandar después de caducado el ciclo para el que fue elegido, sino a hacerlo evidente: que se sepa quién manda y cómo mandará el próximo sexenio.
Poderes delegados. También se podría hablar de poderes delegados por un superior, como el que AMLO le otorgó a su candidata presidencial, cuyas acciones, aun autorizadas por él, pueden ser enmendadas por él. El mayor riesgo de estas relaciones de poder delegado conduciría a la constitución de un poder superior de facto sobre el poder de derecho, por ejemplo, de una presidenta electa en las urnas de junio próximo. En tal estado de precariedad quedarían los acuerdos y resoluciones de una eventual presidencia delegada por AMLO a Claudia. Ante el poder originario sería preciso gestionar todo interés político, económico o cultural; toda propuesta, toda iniciativa. Porque lo que se acuerde con el poder delegado, está visto, lo puede echar abajo el poder originario.
¿Maximato? En el Maximato histórico, el ya expresidente Calles ejerció un control político con el que llenó el vacío que dejó el asesinato del presidente electo, Obregón. Pero el año próximo no se vislumbra más vacío que el resultado del caos que eventualmente pudieran producir el gobierno y su partido, ante la posibilidad de una derrota. Y el sustento hoy de un Maximato provendría del control de las clientelas electorales acumuladas con los recursos estatales de los llamados programas sociales, que quedaron escrituradas como propiedad personal del presidente, y no, como antes, como herencia de una institución presidencial en periódica, puntual renovación. Y es con ellas con las que proyecta el actual presidente construir mayorías en las cámaras del Congreso, no de legisladores, como se ha visto a lo largo del sexenio, sino de verdaderos delegados, y ya no del Ejecutivo, sino de un mando de facto. A partir de ese proyecto, el presidente ya anunció la imposición de su programa legislativo sobre el próximo mandato presidencial. Un programa dirigido acabar con la autonomía del órgano electoral, consolidar el poder de las fuerzas armadas en la seguridad pública y capturar al Poder Judicial, vía el poder electoral.
¿Ortiz Rubio? ¿Cárdenas? La verdad es que un proyecto así enfrentaría más temprano que tarde la ruptura de la convivencia. No hay que olvidar nuestra pertenencia a una nación en cuyo imaginario los presidentes sometidos al Maximato dejaron un oscuro legado histórico de indignidad. Mientras que el presidente que rompió ese sistema de poder de facto, Lázaro Cárdenas, empezó así la construcción de su brillante legado de dignidad e integridad del poder presidencial.