Adulterar el sistema legal. Hoy, un juez determinará si vincula o no a proceso al exprocurador Jesús Murillo Karam. En el primer caso, decidirá también si ratifica su prisión preventiva ‘justificada’, que lo condenaría a proseguir tras las rejas cuando menos a lo largo del proceso, que se puede prolongar al resto del sexenio. Así suele ocurrir con las persecuciones políticas sexenales. Ello podría constituir una de las adulteraciones más visibles de nuestro sistema de justicia. Conforme a la retórica desmesurada —de slogan mitinero— de la comisión oficial de ‘la verdad y la justicia’, que dio pie a la captura de Murillo por la obediente fiscalía, en el hoy prisionero se concentrarían las conductas de un ‘crimen de Estado’, cometido, sin embargo, por los sicarios del cartel de la heroína ‘Guerreros Unidos’. Así lo reconoce incluso la propia comisión oficial de la ‘verdad’. Cierto, habrían actuado apoyados por la actitud al menos omisa de un par de batallones del Ejército y por la activa participación de la policía municipal de Iguala, cuyo alcalde y su esposa —ésta, fundadora del cartel asesino de los 43 normalistas de Ayotzinapa— militaban al lado de AMLO en los actos adelantados de su tercera campaña electoral.
En los arrabales del Estado. En su primera clase de Teoría del Estado en Derecho (UNAM), Mario de la Cueva nos advertía que el Estado se nos aparece a cada paso, lo mismo en el semáforo y el policía de la esquina que en la omnipresencia de los presidentes. El alcalde de Iguala, su esposa y sus policías municipales también serían una expresión del Estado. Pero sus crímenes no corresponden a los poderes del Estado nacional, como sugiere la ruidosa frase mitinera, sino a los arrabales del Estado mexicano. A menos que al hablar de crimen de Estado la comisión se refiera a los cárteles que controlan buena parte del territorio nacional, como un Estado dentro del Estado.
Delitos de broma. El primer delito que le imputa la fiel fiscalía al exprocurador, el de la desaparición forzada de los 43 jóvenes sacrificados por narcotraficantes, ocurrió nueve días antes de que el entonces procurador atrajera la investigación y conociera de los hechos como exponente del Estado. El siguiente delito, el de tortura (contra uno de los sicarios detenidos tras los hechos), difícilmente puede vincularse, como lo exige la ley, de manera directa, personal e inequívoca, fuera de toda duda razonable, a la cabeza de una procuraduría. Mientras el tercer supuesto delito, contra la administración de justicia, parece fabricado con los materiales más deleznables de las teorías conspirativas, desechadas en todo tipo de investigación en las sociedades civilizadas, pero muy socorridas por regímenes como el nuestro. De broma, de mofa universal ha sido el cargo de una fantasiosa participación del inculpado en un cónclave en las sombras para elaborar el informe con el resultado de sus investigaciones sobre los hechos dolorosos, intolerables de aquella noche de septiembre.
Prisioneros redituables. El uso político de los órganos del Estado para la persecución penal y la negación arbitraria de los derechos procesales, como instrumentos de ajuste de cuentas (Robles), o contra personas políticamente redituables en prisión (Murillo), advierten de un germen de Estado policiaco, como lo llamaban décadas atrás los estudios sobre regímenes totalitarios, sin garantías para los particulares. Fuente de incertidumbre y temor en la población, la zozobra no se limita a los desafectos al régimen, sino que se extiende a todo aquel cuya eventual represión judicial pueda ser útil para fines de propaganda o contrapropaganda, para satisfacción de grupos ávidos de vengar en figuras públicas agravios de origen diverso, o como cortinas de humo para el ocultamiento de los estragos del poder.