La avidez patrimonialista. Al presidente López Obrador le ha costado sangre entender que, más temprano que tarde, la fantasía de una permanencia indefinida de su liderazgo ‘puro’ y ‘transformador’ en el poder deviene en su entorno insaciable avidez patrimonialista. La causa ‘transformadora’ se vuelve pulsión de seguir disponiendo sin límites temporales —y sin frenos ni contrapesos— del patrimonio, los recursos y los resortes de decisión de la administración pública y el estado, como si fueran patrimonio propio, herencia familiar, botín de los allegados. En ese sentido, la sola idea de renovación periódica del poder se convierte para ellos en amenaza de ver revelados por los sucesores los quebrantos producidos por su gestión, con la consecuencia de ser sometidos sus exponentes al rigor de la rendición de cuentas y a las correspondientes sanciones de orden social, político y/o legal. Pero al Presidente tampoco le cabe en la cabeza el cambio de los tiempos. Las revelaciones ya no esperan los ajustes de tuercas de los sucesores. Las tecnologías digitales terminan por descubrirlo todo y a todas horas. Y los descubrimientos circulan libremente por las redes y por los nuevos y los viejos medios, que transitaron de la dependencia del estado a su inserción en el mercado de las noticias y de las revelaciones de los vicios públicos y privados del poder. Al presidente le puede resultar una novedad insólita, neoliberal o corrupta, pero hace 200 años que Edmund Burke ubicó a la prensa como cuarto estamento —o cuarto poder— con la misión de ejercer la vigilancia de los demás poderes.

No pago para que me enmienden. Arrecia la tormenta de revelaciones de corrupción y trágico de influencias en la familia presidencial, así como en la cabeza del fortalecido —y enriquecido— sustento militar del régimen, sin respuestas convincentes. Sólo insultos a la prensa y aprestos de perpetuidad en el poder por la vía de someter los procesos electorales a palacio, acotados en parte por la Corte, que a su vez recibe del presidente más insultos y amenazas de desnaturalización y estrangulamiento financiero. Otra vez, actuando como dueño privado del dinero público. López Obrador ha llevado al paroxismo la célebre justificación patrimonialista: ‘no pago para que me peguen’, del presidente López Portillo, al retirarle la publicidad oficial a Proceso como quien se guarda la cartera con su lana al disponer de una partida del presupuesto público. No pago para que me controlen y me enmienden mis actos inconstitucionales, le está diciendo López Obrador a la Corte al aprontarse a despojarla de su patrimonio financiero, sustento de su independencia, y de los recursos públicos que le corresponden. No pago para que me obliguen a cumplir la Constitución en materia electoral, le dijo con sus decisiones el Presidente al INE, tras ordenarle a sus legisladores la mutilación presupuestaria y la aprobación inconstitucional de una legislación secundaria para desvanecerlo. No pago un comisionado más del Instituto Nacional de Acceso a la Información para que luego me saquen los trapos al sol familiares, se pudo leer en las indicaciones presidenciales trasmitidas a través del inclasificable secretario de Gobernación.

¿Estrategia o delirio? Reelegirse, lo que es reelegirse, no podría. Pero al anunciar las iniciativas de reformas constitucionales —pro-ejército y contra Corte e INE— que presentaría en septiembre de 2024 —ante una nueva legislatura y con presidenta o presidente electos— estaría dictando el programa legislativo del siguiente sexenio, a menos de 30 días de la expiración del propio. ¿Se propone seguir al mando a través de su sucesora o sucesor? ¿Estrategia de campaña con la Corte como enemiga del pueblo? ¿O delirio de agonía y aflicción por el poder que inexorablemente escapa?

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