Ambigüedades y riesgos. En su primer mensaje, dos días después de la jornada electoral, el todavía presidente brasileño y candidato derrotado a la reelección, Jair Bolsonaro, no mencionó su derrota ni el triunfo de Lula. Sí habló de injusticia en el escrutinio y de la indignación que ello les produjo a los transportistas que paralizaron al país lunes y martes. Pero al mismo tiempo ofreció Bolsonaro respetar el orden constitucional “mientras sea presidente”. Y si antes había generado tensión cuando hizo saber que estaba reunido con los jefes militares, ayer se produjo, con los equipos del presidente electo y el presidente en funciones, como lo marca la ley, el inicio de la transición entre mandos. Serán dos meses preñados de señales y expectativas de signos diversos, de ambigüedades, riesgos y mensajes equívocos como los experimentados cada vez que el hoy presidente mexicano ha perdido una elección.
Familiaridad ostentosa. El presidente López Obrador fue el primer jefe de Estado en congratularse públicamente del triunfo de Lula, para más tarde felicitarlo en una efusiva conversación telefónica ilustrada para redes y medios mexicanos con imágenes de abrazos y amplias, jubilosas sonrisas. Todo, salpicado de un lenguaje ostensible y ostentosamente familiar: un tuteo tertuliano poco común en las representaciones públicas entre gobernantes. AMLO no ha parado en reconocimientos cotidianos al, sin duda, extraordinario líder de aquella extraordinaria nación. Algunas expresiones del mexicano suenan, sin embargo, lisonjeras, es decir, interesadamente adulatorias, con propósitos múltiples, entre ellos el inocultable de compartir el halo legendario del carismático dirigente popular y talentoso político: el humilde niño limpiabotas que ahora llega por tercera vez, por la vía democrática, a la presidencia del gigante suramericano.
Aproximaciones no tan sorpresivas. El problema para el razonamiento simplificador que, por interés o convicción, quiere ver una identidad en bloque de gobiernos latinoamericanos asumidos como ‘de izquierda’, está en la complejidad de encontrar identificadores comunes. Por ejemplo, de los regímenes de Cuba y Venezuela con los de Brasil y Chile. O del argentino con el boliviano. O del actual gobierno de México con el de Colombia. Para no ir más lejos, el presidente López Obrador exhibe una serie de rasgos que lo aproximan, más que al progresista Lula, al ultraderechista Bolsonaro. Aproximaciones no tan sorpresivas. Para no extendernos más en las afinidades antiambientalistas, militaristas y pro Putin de AMLO y Bolsonaro, concentrémonos en su resistencia compartida al juego limpio y al respeto sin reservas a los resultados —y las reglas— electorales. Estas actitudes se vuelven más disruptivas cuando se muestran desde el poder, como se lo recriminó Lula a Bolsonaro y como hoy se lo recrimina buena parte de la sociedad mexicana a López Obrador por su intento de controlar de aquí en adelante los procesos y los resultados electorales, a partir del sometimiento o la destrucción del INE, el árbitro hasta hoy autónomo.
Esperpento. Más lejos de Lula y más cerca de Maduro se vio el esperpento montado por la presidenta de la, hasta 2018, autónoma, Comisión Nacional de Derechos Humanos. Triturada por el régimen como entidad defensora de los derechos humanos, su anticonstitucional ‘recomendación’ al Congreso de acabar con el INE aniquilaría también el sistema de garantías para el ejercicio de las libertades y los derechos políticos. Ni Valle Inclán en sus peores esperpentos imaginó órganos concebidos autónomos canibalizando órganos autónomos con la complacencia del presidente: una CNDH depredando al INE, un INE devorando al INAI, un INAI destazando lo que queda de la Corte autónoma y una Corte merendándose la autonomía del Banco de México.
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