Disipar la humareda. Contra las críticas a la presidenta de la Suprema Corte por sus supuestas carencias políticas, el mensaje de apertura de la sesión de plenos de ministros del lunes resultó una lección de alta política. Fue un mensaje pertinente, oportuno y funcional para disipar jurídica —y políticamente— la humareda del inclemente bombardeo del Ejecutivo —con su mayoría sicaria en el Legislativo— contra el Poder Judicial. Sin mencionar por su nombre —ni por su cargo— al gobernante, el mensaje fue una réplica comedida a los principales extravíos y excesos de la narrativa del presidente López Obrador. Contrastantes con el tono presidencial de bullying, frecuentemente majadero, o pandillero, las palabras de la ministra Norma Piña quizás lo hayan hecho revivir, como en busca del tiempo perdido, sus clases en Ciencias Políticas de la UNAM con algunos maestros y tutores de excelencia.

El PJ no es parte de la beligerancia, sino del acuerdo. Sería difícil encontrar en las bibliografías de sus materias una Teoría del Estado y del Derecho: basamento de las ciencias e (idealmente) de las prácticas políticas, que considere a los órganos de justicia como instituciones de oposición política. Por lo menos no en los términos en que los (mal) trata el presidente. La ministra lo contradice con precisión y elegante distancia en un párrafo dirigido “a los otros poderes de la Unión”: “El Poder Judicial Federal no es oposición política, no es adversario”. Y habría que agregar que no sólo no es oposición ni parte beligerante, sino parte de un acuerdo, un acuerdo fundamental: el arreglo para nuestra convivencia en paz expresado en las disposiciones constitucionales que establecieron la separación de poderes y le asignaron las competencias correspondientes a cada uno de ellos.

El valor de la diferencia. Otro contraste del mensaje de la ministra presidente estuvo en su réplica a las constantes descalificaciones de AMLO —desde una degradación sin precedentes del lenguaje público— contra jueces, magistrados y ministros. Ante el cargo de actuar de espaldas o en contra del pueblo, el acierto de la ministra en este punto radicó en no acudir al llamado de la selva, al terreno verbal del presidente, sino en apostar por el valor de la diferencia. Esto es, con respeto, tanto a la investidura presidencial, como a la propia, de cabeza de otro poder del Estado. Pero, a la vez, con una posición inequívoca: “Los juzgadores… no podemos ser ajenos a la voz de la gente, no podemos ser indiferentes al clamor social, insensibles a las necesidades de las personas especialmente a la población más vulnerable”.

Política y troyanos. Una firme defensa de los trabajadores al servicio del Poder Judicial, deturpados frecuentemente hasta el insulto por López Obrador, fue un acto de justicia. Pero fue también fue un desplante eminentemente político para mantener una cohesión indispensable en el tiempo por delante de un poder autocrático implacable contra todo ente no sometido. Como fueron igualmente políticas sus seguridades de una unidad a toda prueba del órgano judicial, a sabiendas de la naturaleza de dos o tres de las y los sentados a la mesa del pleno que preside: verdaderos troyanos, menos por La Ilíada que por la informática, que da ese nombre a los virus introducidos por internet para controlar el equipo en que se implanta.

La cereza en el pastel. El mensaje de esta ministra menospreciada por sus supuestas carencias políticas lo mismo combatió con altura conceptual la demagogia de los privilegios, que ganó con holgura el debate público. Con una cereza estrictamente política en el pastel: su disposición pública a acudir a dialogar con los senadores, que obligó a la negativa —también pública— al diálogo de la bancada oficialista, ya enfilada a votar a ciegas por el despojo. Y falta la etapa judicial.

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