Tres días que reafirmaron la ruta del régimen. En un primer momento del sexenio argumenté contra la exageración que yo advertía entre quienes identificaban el proyecto del presidente López Obrador con el de Venezuela. Después les reproché a otros que se estaban adelantando al darnos por sometidos al funesto destino venezolano, cuando todavía aquí quedaban resistencias ciudadanas e institucionales, con un complejo tejido social y productivo fuera del alcance oficial. Además, les decía, el periodo constitucional para aniquilar todo ello se le escapaba de las manos al presidente. Pero los pasos dados entre el sábado y el lunes se encaminan a darles la razón a quienes se adelantaron a contemplarnos en ruta exprés a un oscuro hoyo supra autoritario. Fueron tres días, prolongados ayer con las justificaciones del presidente, que reafirmaron el carácter ominoso del régimen.
Estado de emergencia… electoral. Porque no es lo mismo expresar el apoyo castrense a los presidentes, como solía ocurrir, que hacer proselitismo —como lo hizo el sábado el secretario de Defensa— y llamar, en nombre de las fuerzas armadas, a la adhesión a un ‘proyecto’ político cuestionado por buena parte de la sociedad. Como tampoco sería lo mismo, por un lado, la exigencia a su administración a que aceleren sus trabajos, cumpliendo las leyes y acatando los amparos, que embarcarse, por otro lado, en la pretensión de suspender la vigencia de las leyes de obra pública, además de desoír el amparo y la protección de la justicia federal a los derechos de los particulares, vulnerados por la autoridad y sus ejecutores subcontratados fuera de norma. Una suerte de estado de excepción, o de emergencia. Sí. La emergencia electoral que enfrentaría el presidente si sus obras quedaran inconclusas.
¿Las armas contra opositores y órganos autónomos? En efecto, el lunes, por un acuerdo del presidente, éste se dio a sí mismo el poder de asignarle a sus obras ‘insignia’ el carácter de ‘seguridad nacional’ para pasar sobre leyes, amparos y obligaciones de rendir cuentas: La seguridad nacional soy yo. Mientras el sábado provocaba una conmoción el perentorio llamado del secretario de la defensa —y de todas las fuerzas armadas— a sumarse al ‘proyecto de nación’ del presidente y el partido en el poder, proyecto que el presidente blande con ferocidad de guerra contra críticos, opositores y los órganos autónomos de la democracia. Una ferocidad que ahora parecerían querer compartir las armas de la república.
Desaparecer al Ejército por otros medios. Porque el proyecto de nación al que llaman los cuerpos castrenses a sumar a la población, en unidad, lejos de sus diferencias, incluye exterminar al árbitro electoral autónomo —el INE—, avasallar al Poder Judicial, acabar con la prensa independiente, perseguir científicos y centros de docencia e investigación. En contrapunto ejemplar, el secretario de Defensa de 1968, Marcelino García Barragán, jamás compartió las diatribas ni las ansias de exterminio de Díaz Ordaz contra el movimiento estudiantil. Y el Ejército se deslindó de las intrigas criminales del jefe del Estado Mayor Presidencial. Este cuerpo fue extinguido por el actual presidente desde sus días inaugurales, en los que anunció que también desaparecería al Ejército, para convertirlo en policía. Fue al revés: las funciones policiales han pasado al Ejército, como tantas otras funciones civiles. Pero no falta quien recele de un renovado intento de eliminar al Ejército por otros medios: por el desgaste de ejercer de policía disfrazado de Guardia Nacional; por el descrédito de fungir de contratista y contratante de obra pública en la opacidad. Y, ahora, como prosélito y proselitista de un ‘proyecto de nación’ autoritario y regresivo.