Impaciencia en el establishment. Como si él mismo no ejerciera todo el poder, a toda hora y en todo lugar para destruir competidores y desbaratar la competencia misma, a fin de asegurar su permanencia de alguna forma en el poder —o sea, como si su narrativa y su gestión toda no estuvieran guiadas por un propósito, en el peor sentido, electorero— el presidente mexicano pretende minimizar y reducir a eso, a un móvil simplemente electorero la creciente impaciencia estadounidense por sus costos en vidas del país vecino del descontrol de la violencia y el control criminal de instituciones y territorios mexicanos. “Inaceptable”, llamó la Casa Blanca el brutal ‘levantón’ de cuatro ciudadanos de aquel país en Matamoros. Fue transmitido de costa a costa por las principales cadenas de tele del otro lado, en medio de voces de congresistas de allá que sugieren algo más que incompetencia del gobierno de López Obrador en las libertades de acción de los cárteles de acá.
De la Corte de Brooklyn a los crímenes de Matamoros. Tampoco pueden desestimarse las percepciones de cercanía de esos cárteles con el poder político como una intriga intervencionista del exterior. En realidad, este es un ángulo recurrente en conversaciones y análisis del interior, aderezados con indicios y comportamientos, al menos equívocos, del presidente. Más todavía: abona en la misma dirección la intensa —y electorera— propaganda realizada por AMLO para que se conocieran por todos los testimonios de criminales contra García Luna. Sí, los que trazaban la existencia en nuestro país de un narcoestado, por cierto, no reducido —para efectos de las mencionadas percepciones— al estado de hace 10 o quince años, sino al actual. Quien aquí y en Estados Unidos atendió y retuvo las escenas de la Corte de Brooklyn y ahora las confronta con las imágenes de los impunes secuestros de Matamoros, a plena luz del día, afianzará sus creencias de un estado criminal mexicano, impedido para prevenir crímenes y perseguir y castigar criminales. Y fue así que llegó el FBI.
Trastorno colectivo. Trastornadas por la familiaridad con imágenes y cifras de muertes violentas a granel, no faltan las voces recelosas del revuelo de los medios de ambos lados sobre el secuestro de cuatro personas, “sólo por ser norteamericanas”. Trastornado por sus planes de prolongación del poder, el presidente minimiza el tema, como antes la amenaza de muerte contra la presidenta de la Corte. Ni siquiera registra los mensajes intimidatorios de su representante en plena sesión del Consejo General del INE. Le dedica mucho más a la preparación de sus marchas (electoreras) del 18 de marzo y del 1 de mayo. Pero los hechos violentos ponen en acto la narrativa del presidente. Matamoros y la indulgencia con las bandas criminales (abrazos, no balazos). Y las agresiones a la Corte y al INE, derivadas de la repetición cotidiana de sus —trastornados— mensajes de aniquilación. Todo ello genera climas indicativos de un trastorno más grave, de alcance colectivo. Conformismo con violencia, en el primer caso, y probables desbordamientos de seguidores, dispuestos a llevar más lejos las visiones, actitudes y conductas destructivas de su líder, a la manera de las hordas de Trump en el Capitolio.
Disrupción e incertidumbre. Al servicio de ese escenario concurrirá —de aquí en adelante— otro elemento disruptivo de terror e incertidumbre: el choque entre las normas constitucionales vigentes en materia político electoral y las (electoreras) leyes inconstitucionales de AMLO encaminadas a disolver el sistema de garantías democráticas. Todo ello, en un previsible caos propiciatorio del endurecimiento del régimen autoritario y de nuevos golpes al orden constitucional en las elecciones presidenciales del año próximo.
Profesor de Derecho de la Información, UNAM