Envilecimiento y represión. El presidente cruzó una línea sin retorno, a juzgar por la reincidencia de los suyos, al disponer del aparato del Estado para especular públicamente los datos —protegidos por la ley— de una tragedia familiar, con el fin de castigar —e inhibir— el escrutinio ciudadano de la corrupción del régimen. Reabrió la herida de una pérdida, hace 20 años, de un esposo y un padre para criminalizar la gestión de los derechos de los deudos. Ello expuso a la luz pública la indefensión de los particulares ante un ejercicio abusivo del poder, oscilante entre un vulgar, vengativo despotismo tropical y el asomo de prácticas de los regímenes totalitarios. Es otra forma de irrumpir en “la vida de los otros”, como se tituló una celebrada película sobre la intromisión de la policía secreta en la Alemania soviética, en los sentimientos privados de los personajes. Pero hay un propósito más extendido de esa operación: amedrentar, tratar de infundir miedo en los escudriñadores de la descomposición y el desastre que ahora salen a la luz. Como en prevención del descubrimiento de más y más calamidades oficiales, el envilecimiento en ascenso del régimen adopta una forma más de represión contra el ejercicio de las libertades y los derechos constitucionales de indagación del desempeño del poder y de difusión de lo indagado. Con la serie de violaciones acumuladas en este caso, AMLO viola también las normas mínimas de la decencia política. Solidaridad para María Amparo Casar, su familia, la organización civil que encabeza y los demás destinatarios de esta metralla de intimidación contra la crítica del poder.
Alevosía. Este escalamiento del castigo, con miras a inhibir el ejercicio de las libertades y los derechos informativos, abre también un nuevo capítulo en la narrativa del presidente, coreada por sus secuaces y celebrada por ‘expertos’. Estos exaltan la eficacia en bruto de la comunicación presidencial, sin descontar los factores de desigualdad que obstaculizan toda posibilidad de competencia de otras narrativas: el uso y el abuso de los recursos del Estado; la alevosía de las agresiones al discrepante, sin que el discrepante tenga, ni remotamente, las condiciones para responder con un alcance mínimamente comparable. Y las violaciones constitucionales, amparadas en la total impunidad de un poder que se quiere sin contenciones. Con tales ventajosas transgresiones, cualquiera es un genio. Como el lugar común que se acuñó del genio comunicativo de Goebels, que el revisionismo histórico acotó con algo tan obvio como el hecho de contar con el monopolio de la radio, que tenía a Hitler —y a nadie más— a todas horas en receptores y bocinas en la vía pública; el monopolio en la producción y exhibición de películas, dedicadas a la propaganda del régimen, y el silenciamiento de la prensa. Sí: así cualquiera es genio.
Narrativa tapadera. Junto con el culto a su persona, la exaltación del régimen y la deshonra de personas, gremios y clases sociales, otra función esencial de la narrativa del presidente ha sido la de tapadera de los grandes desastres que afloran día con día. Entre muchos otros, uno de los más sensibles es el de los hallazgos de la Comisión Independiente de Investigación sobre la pandemia de covid-19. Va un solo dato: las 300 mil muertes evitables, de no ser por las decisiones del régimen, equivalen a 16 veces los muertos en Gaza hasta enero, y a 8 veces los muertos en Ucrania hasta abril. El horror. Y como éste, hay una acumulación de horrores unidos bajo toneladas de falsificaciones, distractores, difamaciones, teorías conspirativas y ‘otros datos’ de la narrativa oficial. Pero no hay espectáculo mañanero que desaparezca para siempre los efectos perniciosos de decisiones despóticas y de sus funestos, acaso punibles, efectos.