Autocracia al desnudo. Las decisiones de Palacio y las imágenes vividas en las fiestas patrias trajeron el mensaje más explícito del sexenio contra el sistema republicano democrático y el gobierno civil. Señales escénicas y verbales mostraron un régimen autocrático al desnudo. Fue elocuente el menosprecio a la representación nacional del Poder Legislativo. Y estridente resultó la fobia al Poder Judicial y a su fortalecida capacidad -y voluntad- de cotejar la constitucionalidad y la legalidad del proceder del Ejecutivo. Las injurias y las acusaciones calumniosas contra los ministros independientes de la Corte llegaron esta vez a extremos particularmente peligrosos. Tanto, como la indiferencia de una sociedad que se acostumbra a la violencia verbal del Presidente como parte de la normalidad. Pero los exabruptos presidenciales podrían interpretarse como amagos premonitorios de ‘subversión’ contra un poder constitucional: uno de los cargos que enfrenta el expresidente Trump por su incitación al asalto al Capitolio.

Un golpe (más) al estado. Eliminar a dos de los tres poderes de la República de la conmemoración anual del símbolo de la independencia de la nación, fue más allá de la ruptura de un protocolo bicentenario. Fue un golpe más al Estado, urdido por el jefe del estado. Un golpe, por ahora, escénico, pero ilustrativo de una disposición en curso de suprimir el desempeño independiente del Poder Legislativo, y, con mayor virulencia, del Poder Judicial. Este mes patrio dejó ver el horizonte ominoso de un Ejecutivo ejecutor, legislador e impartidor de justicia: el poder absoluto contra la concepción constitucional de una República regida por un estado democrático instituido sobre la existencia de tres poderes.

Sin civiles. El mensaje de la ausencia de los dos poderes civiles de la República diseñados como frenos y contrapesos del Ejecutivo, quedó completado con una presencia abrumadora de uniformes militares contiguos al Presidente. Y cerró un mensaje más —éste, verbal— del secretario de la Defensa, llamando a la unidad nacional, que, con ese uniforme y en esos escenarios, sonó más bien como llamado forzoso a filas para terminar de abatir las instituciones del estado democrático.

Sin mujeres. Coincidentemente, los vacíos del protocolo patrio correspondían a tres mujeres, exponentes, además, de la pluralidad nacional y la institucionalidad republicana: la presidenta de la Cámara de Diputados, Marcela Guerra, dialogante parlamentaria regiomontana del PRI; la presidenta del Senado, Ana Lilia Guerrero, comunicadora tlaxcalteca de Morena, y la digna presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña. Botas y entorchados ocuparon sus lugares.

Alineados. Si las fiestas patrias le dieron al Presidente el escenario para representar, en lo interno, su pretensión de poder sin límites constitucionales, le sirvieron también para mostrar su controvertido proyecto de alinear al país con regímenes autoritarios o totalitarios. Desconcierto en unos, indignación en otros, provocó la aparición en el desfile del sábado de efectivos militares rusos, identificados en la opinión nacional con la dictadura de Putin y su alevosa, cruel invasión de Ucrania. Tampoco se hizo esperar el repudio a la presencia militar de las dictaduras de Nicaragua y Venezuela. Y, apenas cruzaba el contingente militar chino, entre gritos de entusiasmo del conductor oficial sobre nuestros acuerdos, llegaba la noticia de La Habana según la cual, a propuesta de Beijing, el grupo de los 77, más China, aclamaba el regreso de México a ese foro de naciones en desarrollo en el que destacan viejas y nuevas dictaduras. Espinoso alineamiento del que nuestro país había salido en 1994 tras ser admitido en la OECDE, el grupo de naciones más prósperas y democráticas del planeta. Sobran los comentarios.

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