Percepciones mexicano-colombianas. En sus jubilosas proclamas, poco le falta al presidente López Obrador para asumirse como ganador junto al candidato triunfante, Gustavo Petro, en las elecciones de Colombia. En palacio, seguro ya se sueña con la foto de ambos líderes con los brazos alzados en pose triunfal. Acaso a ello se debe la percepción aquí de que el colombiano seguirá los acelerados pasos del mexicano, que llegó al poder por la democracia e intenta ahora sustituirla por una autocracia plebiscitaria. Pero esa percepción parecería injusta o precipitada a la luz de la aritmética electoral y de la trayectoria del victorioso colombiano. Petro ganó sólo por tres puntos y no tiene el mando incondicional sobre el Congreso, como lo tuvo AMLO en su primer trienio. Adicionalmente, está el perfil del ganador en Colombia. Tras dejar la guerrilla décadas atrás, desarrolló una intensa carrera parlamentaria: la mejor escuela para educar y formar políticos proclives al diálogo y la negociación, experiencia de la que carece el mexicano, igual que de la proclividad a encontrar puntos de entendimiento entre discrepantes.

Duelo de compasiones. En décadas pasadas, en México nos compadecíamos de Colombia por la destrucción de que estaba siendo víctima por el narco, la narcoguerrilla y los paramilitares. Pero envidiábamos la sobrevivencia de su apego a la competencia electoral limpia, a pesar de sus reveses del pasado. Y admirábamos el ejercicio de sus libertades de prensa, pese a los cruentos golpes recibidos por medios y comunicadores. Estas dos instituciones democráticas mantuvieron en buena parte las reservas de la nación para sobreponerse a la violencia criminal y a su control de espacios vitales. Pero en una misma generación, las cosas cambiaron radicalmente. Y los colombianos —con todos sus problemas— podrían ahora compadecernos por la destrucción de México por bandas criminales, con la cada vez más explícita indulgencia del poder político. O por el desmantelamiento del estado constitucional democrático. O por la cruzada del presidente y los suyos contra nuestro sistema autónomo de elecciones libres. O, en fin, por la ominosa suerte que le depara a la prensa independiente el cerco de los poderes criminales y de los llamados en su contra de la cabeza del régimen autocrático.

Duelo de apariencias. Bajo la apariencia de que Colombia votó entre dos opciones perfectamente definidas: un populismo ‘de izquierda’ (en la ruta de López Obrador, se decía aquí y allá) y un populismo ‘de derecha’ (el modelo Trump, se repetía allá, en campaña), lo cierto es que los electores del domingo habrían llegado a la segunda vuelta electoral sin opciones, si de verdad tuvieron que decidir entre esos dos modelos populistas. Porque ‘de derecha’ o ‘de izquierda’, los actuales populismos han puesto en marcha un proyecto común de erosión de las instituciones democráticas, de la legalidad y la estabilidad, con expectativas de ruptura en su retórica compartida por cada uno de los extremos de la polarización que siembran y alientan. Y así, en las percepciones, se reducían los márgenes de opción al tener que elegir entre un proyecto considerado indeseable y otro detestable. Era frecuente escuchar amigos colombianos que votarían por alguno de los dos, convencidos de los riesgos que ello entrañaba, para evitar el triunfo del otro, aterrorizados de lo que significaría su llegada al poder.

Alternativa. Quizás si el futuro presidente colombiano se aparta en su desempeño del mote ‘populista’ y se aproxima a una más respetable definición de su gobierno sólo como ‘de izquierda’, con verdaderas políticas de izquierda democrática, tal vez podría abrir una ruta alternativa popular, no populista, a la avalancha de populismos despóticos, en apariencia benevolentes.

Profesor de Derecho de la Información, UNAM

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