A qué le tiras. Una cosa es tener ilusiones y otra, darlas por realizadas con el ilusionismo del presidente. Va un listado provisional: el éxito de los abrazos a los criminales y la multiplicación de los homicidios; el logro del control de la pandemia, que nos coloca entre los peores del mundo; el “vamos bien” en el rebote —ya interrumpido— de la economía y, entre otros más, el humanismo de nuestro trato a migrantes, el final de la corrupción y la reconquista del respeto a nuestra soberanía. En estos días, cada vez que, en medios y redes, nos cimbran Vicente y Alejandro Fernández, musitando “Vivir en el mundo / con una ilusión”, yo escucho “vivir en un mundo de pura ilusión”, en un país de ilusionistas del cual nos advirtió el propio autor de Amor de los dos: “es loca esperanza, sufre el corazón”. También nos alertó áspera, coloquialmente, Chava Flores, con un reproche elocuente: “¿A qué le tiras cuado sueñas, mexicano?”.
Loca esperanza. Canción icónica de los Fernández, despechada sentencia del sufridor: “ya lo pagarás / tú no tienes perdón”, Amor de los dos fue compuesta por Gilberto Parra, a quien en justicia y sin ironía hay que enlistar entre los autores del programa de educación sentimental cursado por generaciones modeladas con el material de nuestra música popular y sus grandes intérpretes del siglo 20. Pero hoy, desde el duelo colectivo por la muerte, acaso del último ídolo vernáculo, resulta inevitable verificar el catálogo de ilusiones que nutren los sentimientos de numerosos mexicanos y pueblos vecinos, llevados por la “loca esperanza” del ilusionismo populista. Y entonces sí que “sufre el corazón” ante los cuerpos despedazados de migrantes que, oprimidos por la miseria, el crimen y el autoritarismo en sus países, atendieron una voz irreflexiva —ilusoria— emitida por el presidente de México: libre tránsito, fronteras abiertas.
Barcos de esclavos. Y, ahora, cercados por la Guardia Nacional en Chiapas, pero a merced de traficantes que los esquilman a cambio de otra ilusión: romper el cerco de la Guardia, los migrantes huyen hacinados en camiones de carga equivalentes a los barcos de esclavos de siglos atrás. Y aquí, el ilusorio fin de la corrupción aparece en el tráiler de la muerte navegando como buque fantasma, invisible, frente a los retenes de un sistema de vigilancia cegado con los pesos obtenidos de estos condenados del camino. Y sólo la capacidad distractora del Presidente para trivializar todo desafío, sin aclarar ni rendir cuentas, le permite seguir en la ilusión purificadora del régimen. Igual ocurre con la publicitada, presunta corrupción en despachos palaciegos, la Fiscalía General y las fuerzas armadas habilitadas como contratistas de obra pública.
Traspatio. El ilusionismo del fin de la corrupción contrasta además con la evidencia de una corrupción mayor: la incapacidad del régimen para cumplir sus obligaciones, en este y otros casos. En éste, contar con una política migratoria propia, acordada, sí, con Estados Unidos, pero no con el amateurismo que llevó al presidente a arrinconarse y a verse obligado, primero por Trump, y ahora por Biden, a ceder en cuestiones nunca aceptadas por sus antecesores. Y aquí no hay ilusionismo capaz de sostener la retórica presidencial de la soberanía reconquistada. Antes, el desprecio a la vida y los abusos corrían por cuenta del norte: migrantes cazados o ahogados en el río o abatidos o abandonados en el desierto de aquel lado. Hoy sucumben, también por designio del norte, sólo que en Chiapas, Puebla, Veracruz o Tamaulipas: el traspatio de los despojos humanos que los presidentes se niegan a llamarlo por su nombre.