Encanallamiento. Lucas Alamán llamó ‘organizador de la canalla’ a Lorenzo de Zavala, en referencia a la proclividad de éste a acaudillar clientelas de panfletistas para destruir enemigos y exaltar su imagen. Imposible incluir aquí la riqueza de matices aportada por el notable historiador Rafael Rojas al fenómeno que resume en el título de su investigación como ‘Una maldición silenciada. El panfleto político en el México independiente’. Pero imposible también no tomar tan feliz denominación acuñada por Alamán —y recogida por Rojas— para asignársela al presidente López Obrador. No sólo por sus legiones de panfletistas en medios, redes y 23 canales de propaganda en YouTube, descritos por Raúl Trejo en La Crónica de Hoy, a partir de una investigación de Animal Político y Artículo 19. Cierto. Allí se ilustra un modelo de comunicadores de comportamiento vil, de gente ruin, como se define el vocablo canalla. Pero también es cierto que la organización presidencial de la canalla va más allá de una orden de fuego graneado contra instituciones republicanas, avances democráticos, medios y comunicadores independientes, exponentes del conocimiento científico, personajes honorables.
Degradación y sometimiento. En efecto, el peso de una palabra encanallada del presidente conduce al encanallamiento y a la degradación de la vida nacional: caldo de cultivo de formas de descomposición y sometimiento desconocidas por los mexicanos de esta y varias generaciones. A ello apuntan algunas de las reformas ‘aprobadas’ el fin de semana en violación de la normatividad parlamentaria, incluyendo la participación de las fuerzas armadas en un nuevo órgano de gobierno del Conacyt, con el correspondiente desplazamiento de las universidades, entre otros, nuevos avances militares en funciones y actividades civiles.
Asediar a la Corte. El lenguaje y la celebrada narrativa del presidente organizan y activan el lenguaje soez, insultante, y la narrativa de agresión —con amago de violencia física— de los piquetes de halcones que mantienen el asedio canalla sobre la Suprema Corte. Estos sólo reproducen las injurias presidenciales y las calumnias panfletarias contra la presidenta de nuestro tribunal constitucional y contra las ministras y ministros que mantienen su independencia y dignidad. ¿Qué más encanallamiento que llamar alcahueta a la Corte en su función de intérprete suprema de la Constitución? ¿Qué más amenaza al orden constitucional? Porque si las palabras significan lo que significan, la pérdida absoluta de respeto del jefe del Estado a una de las ramas esenciales del Estado que encabeza parecería un intento de autocercenarse, o un ánimo apenas contenido de disolución dictatorial de esa rama constitutiva del Estado, como se suele hacer en otros procesos golpistas contra la Constitución.
Pisotear la legalidad parlamentaria. Con el mismo ánimo explícito de mostrar la disposición de Palacio a asestar un golpe de mano público al otro poder clásico de las repúblicas democráticas, el presidente no quiso dejar duda de su instrucción a su mayoría encanallada en el Senado —con todo y la profusión de imágenes palaciegas— para sacar adelante una veintena de reformas en violación de los trámites obligatorios establecidos en el reglamento de esa Cámara. Había que atender sus prisas. Para ello no tuvo necesidad de disolver el Congreso e implantarlas por decreto del ejecutivo, a la Fujimori. Bastó con ordenarle a su mayoría cumplir la misión canallesca, antiparlamentaria de votar a escondidas de la oposición, al margen de las normas del Congreso, sin leer siquiera las iniciativas, con el resultado de provocar la disolución de la legitimidad del cuerpo parlamentario, la evaporación de la representatividad: su razón de ser, misma que no se configura sin la presencia de las minorías.