Destruir al INE y exentar el examen del sexenio. La obsesión del presidente por sepultar en la Constitución, previa asfixia en el presupuesto, un sistema electoral independiente, conocido y reconocido en México y el mundo como garante de elecciones incuestionables, podría explicarse por el temor de AMLO a que su gestión gubernamental —devastadora en numerosos aspectos— confronte graves dificultades para aprobar en las urnas un examen objetivo del sexenio. De allí la urgencia de contar con sinodales bajo su potestad, dispuestos a exentarlo del juego limpio electoral. No parecen otorgarle suficiente seguridad su multimillonario voto clientelar, la incesante promoción y culto de su persona con cargo a la institución presidencial o sus alevosas operaciones cotidianas para anular competidores reales y potenciales desde el poder desbordado de Palacio y los aparatos de persecución del Estado. Y ante sus insuperables inseguridades, la respuesta ha sido idéntica a la de otros líderes del nacional populismo: arroparse en las fuerzas armadas, anular las instituciones electorales y encabezar feroces campañas de insultos y descrédito a los ciudadanos opuestos a esa deriva autoritaria. Así lo hizo el presidente el lunes en injurioso son de guerra contra quienes asistan a la marcha en defensa del INE el próximo domingo.
La imposibilidad de reconstruir. En el mismo sentido, el oficialismo consuma ahora en el Congreso el golpe presupuestal anunciado contra el INE. Y la próxima semana entrará en curso de definición la contrarreforma que pondría al árbitro electoral bajo el mando del presidente. Aparte de la distorsión de la voluntad ciudadana que esto acarrearía para la conformación de los poderes de la República, las elecciones perderían su función evaluatoria de la gestión gubernamental, con su corolario: la expresión, con el voto, de un juicio confiable del electorado sobre las cuentas del régimen. Y con esta adulteración del juicio ciudadano por un árbitro electoral subordinado, más el abatimiento de la oposición y la perpetuación personal o dinástica de una sola opción en el poder, como efectos de la contrarreforma a la vista, viene la amenaza de un mal mayor: la imposibilidad de corregir, reconstruir, enderezar el rumbo en la siguiente elección, como ocurre en las democracias tras los cortes de caja de cada proceso electoral.
El fin de la credibilidad. De pasar la contrarreforma, ni la elección de los poderes, ni la evaluación y el juicio de los ciudadanos sobre sus gobernantes pasarían, en los hechos, la prueba de la legitimidad de los principios constitucionales, ignorados por este proyecto, de imparcialidad, objetividad, certeza e independencia de los procesos y las instituciones electorales. Sería el fin de la credibilidad restante del régimen en sus compromisos democráticos. La fulminaría el espectáculo de un presidente, como una parte beligerante, dictando las decisiones absolutorias del árbitro sobre faltas y abusos del propio presidente y su partido, junto a sanciones a sus competidores, provocaciones y, sobre todo, abrumadores resultados electorales pro oficialistas. En el fondo, cerrarle el paso a la competencia de opciones y visiones alternativas y perpetuarse, con los suyos, en el poder autoritario, sería el otro propósito central avalado por esta nueva (auto) denigración del Legislativo.
La madre de todas las contrarreformas. Estamos ante la madre de todas las contrarreformas porque, de aprobarse, ésta y todas las anteriores quedarían firmes, apertrechadas, contra la expectativa democrática de corregir el desastre por la misma vía democrática por la que antes llegó al poder la barbarie antidemocrática. Es decir, por la vía de una elección competitiva y libre que no llegaría más, al menos quizás, en una generación.