Dicen que la distancia es el lenguaje. Resultó más relevante lo que ocultan que lo que anuncian los acuerdos y los pronunciamientos de la cumbre de América del Norte. Por encima de las sonrisas ensayadas, los abrazos estrechos y otros gestos de cercanía, está la distancia abismal del lenguaje del presidente mexicano en relación con los gobernantes de nuestra vecindad. No se agota esta distancia en la brecha del idioma. Es el lenguaje, entendido como sistema de comunicación, el que está regresando el trato de México con el norte a los terrenos pantanosos pre-TLC: sin reglas, con comportamientos arbitrarios, sólo que ahora por parte del régimen mexicano. Los contrastes discursivos son evidentes. Por un lado, el presidente López Obrador, autoerigido en campeón de América Latina, le reprocha al norte su histórico “desdén” (una frase de rutina hasta la década de 1970, acaso originaria de la doliente trova yucateca). Mientras, por otro lado, el presidente Biden lo contradice y lo llama a resolver juntos problemas ingentes de aquí y ahora: migración y seguridad, incluyendo en ésta el tráfico ilegal de fentanilo y el descontrol de bandas criminales en expansión territorial. (Un Ovidio no hace verano). Y mientras la impaciencia se agota en Washington y Ottawa, y el tiempo corre hacia el panel de solución de controversias (y a probables, onerosas sanciones económicas a México por violar los términos del tratado comercial), el presidente de México escapa 200 años atrás a la utopía bolivariana de la unificación continental de las Américas.
América del Norte también es nuestra América. En ese intento de escapar de las consecuencias de sus actos, el presidente López Obrador parece entrampado en su propio lenguaje, en un dilema de perder-perder. Por una parte, sostenerse en el discurso pre-TLC nos pondría en la ruta de una gravosa era post TMEC, con grandes pérdidas inmediatas para el país. O, por otra parte, rectificar y negociar cambios a normas (inconstitucionales) causantes de los reclamos de sus socios, le atraería la decepción de sus clientelas. Pero más allá de esta coyuntura crítica, hay una parte estructural del lenguaje que resulta especialmente anacrónica y contradictoria, especialmente para México. Se trata de la resignificación del artículo posesivo ‘nuestra’, aplicado por Martí a la América Latina para darle a la frase ‘nuestra América’ un compartible sentido de identidad y pertenencia. Pero en el lenguaje del ‘bolivarismo’ de matriz chavista la frase adquiere una connotación excluyente y hostil frente a la otra América, la del norte. Sólo que, para México, esta connotación resulta ajena, impostada. No sólo porque gran parte del territorio mexicano se ubica en América del Norte, sino además porque también allá van, viven y trabajan millones de mexicanos, de allá llegan sus millonarias remesas y allá su ubica la mayor parte de los productos mexicanos de exportación, lo cual ha mantenido a flote por tres décadas la economía nacional y el empleo. Y aquí sí, tanto conforme al originario ideal bolivariano, como, desde luego, de acuerdo con el mapa del continente americano, con la venia de Martí, América del Norte también es nuestra América, tanto como la América al sur del Río Bravo y el Caribe.
Alcaldadas en la cumbre. Como ya es costumbre, el presidente López Obrador usó el foro internacional para informarle a sus electores del alcance de sus programas sociales de distribución de dinero que, como lo reconoció recientemente, espera capitalizar en el mercado de votantes. Una compra masiva de votos sin precedentes. Por otra parte, un logro municipal: las dos celebridades mundiales presentes en la cumbre posaron a su llegada con el anfitrión en un aeropuerto, también, municipal, orgullo del alcalde, para presumírselo a las visitas.