Volver a la conspiración. En la década de 1980 se llamó con ironía ‘fraude patriótico’ al escamoteo de triunfos electorales alegados por la oposición. ‘Fraude patriótico’ fue entonces la respuesta al argumento del régimen para no conceder victorias opositoras por el riesgo —se acusaba— de conspiración de un partido rival —el PAN— bajo imaginaria sospecha de contubernio con Estados Unidos. Se recelaba de la toma del poder de aquel partido en los estados de la frontera norte, por el supuesto peligro de alguna intención separatista o anexionista pactada con el gigante, como ocurrió con Texas entre 1836 y 1846, y como hoy ocurre con un par de provincias pro rusas en Ucrania.

El sonoro rugir. Quizás hoy se podría llamar despotismo patriótico al de un gobernante absolutista, siempre en pugna con la ley y sus límites al poder, sin respeto a las libertades y derechos informativos. El presidente López Obrador invoca al respecto forzadas teorías conspirativas sobre intervencionismo de Washington, confabulado con fundaciones, medios y periodistas mexicanos para investigar y publicar la historia de la súbita prosperidad de su primogénito en Houston. La soberanía como arma para silenciar la libertad de expresión. La bandera como manto impenetrable al escrutinio del poder por la prensa independiente y las organizaciones civiles. Y el sonoro rugir del cañón de las mañaneras, contra el derecho a la protección de datos personales de un grupo creciente de periodistas. Ello porque sospecha —o sabe, por su acceso ilegal a la información fiscal— que ganan, dice, demasiado, aunque los ingresos de aquellos no provienen del Estado, sino que los decide el mercado —nacional e internacional— de la información.

Nuestros tanques. Un extremo de despotismo patriótico lo alcanzó el discurso de un diputado oficialista al solicitar un acuerdo en apoyo al presidente Díaz Ordaz tras la represión del 2 de octubre de 1968, que puso fin a la que se llegó a considerar una ‘primavera democrática’ en pleno régimen autoritario. “Preferimos —dijo el legislador— ver los tanques de nuestro ejército salvaguardando nuestras instituciones que los tanques extranjeros cuidando sus intereses”. No se divisaba tanque extranjero alguno, pero estaban muy vivas las imágenes de los tanques soviéticos en la entonces Checoslovaquia, durante la invasión de Moscú, ocurrida semanas antes de la masacre de Tlatelolco, para ahogar la también llamada ‘primavera de Praga’. Aquí, otro paralelismo con el auge regresivo de hoy en el planeta: la invasión en curso de Ucrania por un régimen ruso con ominosas afinidades con el mexicano.

Presidente dios. Como en la narrativa del actual presidente, todo ataque a las libertades se hacía en 68 en nombre del ‘pueblo’. Y al apoyar el despliegue los “tanques de nuestro ejército” “para garantizar la paz en México”, el acuerdo de la mayoría de los diputados —oficialistas y satélites (nada nuevo)— demandaba que “los jóvenes eviten ser instrumentos de quienes tratan de dañar los intereses del pueblo mexicano”. Antes como ahora, las teorías conspirativas ‘protegían’ al pueblo. Creíamos los jóvenes de entonces que la manera de hacer del presidente un dios intocable en aquel trance, sería insuperable, hasta que, en la actual crisis de la narrativa presidencial de austeridad y honestidad, llegaron los excesos actuales de divinización por parte de senadores, gobernadores y comentaristas oficiales.

Pueblo uniformado. Por cierto, de ese endurecimiento viene la retórica de las fuerzas armadas como “pueblo uniformado”, tan socorrida por el presidente de hoy al tratar de justificar la invasión castrense en cada vez más instituciones y funciones civiles: una negada pero elocuente y poco auspiciosa militarización de este régimen de despotismo patriótico.

Profesor de Derecho de la Información. UNAM.

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