Mentir y encubrir. El presidente López Obrador ha llevado el hábito de la mentira a extremos peligrosos, incluso más allá de nuestras fronteras. A sabiendas de que falseaba una realidad públicamente asumida antes por él mismo y por los aparatos mexicanos de seguridad, su negación de que en México se produce el fentanilo fue identificada en el Congreso de Estados Unidos con un tipo penal: el encubrimiento. Sí: se interpretó como la pretensión de ocultar en México una de las actividades más perniciosas de las bandas criminales. Difícil discernir el propósito de una mentira tan obvia, aparentemente sin sentido. Acaso fue sólo inercia, fruto de la costumbre. Pero con este efecto gravoso. Porque ya en la narrativa del resurgido radicalismo antimexicano del norte, se agregó ese embuste, calificado de encubrimiento, a la liberación —previa a su nueva captura— de Ovidio Guzmán y a la atenciones presidenciales a su abuela —la madre del Chapo— como supuestas pruebas de la proximidad de AMLO con los cárteles criminales. Y ya se verá el apetito que este giro puede despertar en México por hurgar en las decenas de miles de mentiras contabilizadas en la ‘mañaneras’, qué se ha tratado de encubrir con ellas.

La permanencia (en el poder) es el mensaje. A sus frecuentes afirmaciones llanamente sin asideros en la realidad, el presidente suele agregar referencias históricas sin mucho sustento en los rigores de la historia académica, pero sí en la mitología de la historia oficial. Siempre, además, para apuntalar sus posiciones y decisiones unipersonales. Apegado a la tradición del mitin de apoyo como recurso para encubrir crisis, revelar intenciones y crear (falsas) expectativas, AMLO promovió su concentración de masas del sábado, supuestamente para conmemorar la expropiación petrolera. pero tras un relato épico de la decisión del presidente Cárdenas en 1938, pasó a otras cosas: un informe encubridor de la crisis aparentemente insalvable de Pemex, y una perspectiva (fantasiosa) de la autosustentabilidad del país, para el año próximo, en producción petrolera y refinación de gasolinas. Ello, en flagrante contradicción con el discurso de dos semanas atrás con la apuesta por el liderazgo nacional en energías limpias. Pero el meollo del mensaje radicó en hacer explícita su determinación de permanencia en el poder por la vía de decidir su sucesor o sucesora a su gusto y constreñirlo a ceñirse a su proyecto.

Poco Cárdenas, mucho AMLO. El presidente promovió su mitin de manera intensiva, aguijoneado por la gran convocatoria de la concentración ciudadana en defensa del INE. Acaso se igualaron en número de asistentes, pero no en la composición. Los ciudadanos llegaron por sus propios medios, no en autobuses en orden castrense. Los ciudadanos atendieron, reflexivos, la relación de ataques a la Constitución y a la democracia urdidos por el régimen. Las clientelas oficialistas parecían entrenadas para el aplauso y la euforia al llegar a los pasajes considerados clave del líder. Por otra parte, alejados los herederos directos del presidente Cárdenas, AMLO no se asumió como el heredero universal, sino como el reemplazo del prócer para llegar más lejos. Porque él, asumió, designará a la persona sucesora más afín, mientras Cárdenas lo hizo por uno más moderado que él. Este 18 de marzo: poco Cárdenas, mucho AMLO.

Culto y fobias. A afianzar el culto a su persona y a controlar, para sus designios, los resultados electorales va la narrativa de campaña de AMLO. En su cálculo, quienes aspiran y quien logre sucederlo son y serán, si acaso, actores de reparto. Su retórica anti-INE devino, hasta hoy, golpe al sistema electoral autónomo. Y sus agresiones a la presidenta de la Corte devinieron aviso de hoguera en pleno Zócalo contra ella y la independencia judicial.


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