Acusaciones verosímiles, arreglo inverosímil. El pleito posee un valor noticioso muy cotizado por los medios y sus audiencias y lectores. Y más si el agarrón es intrafamiliar, como el de los operadores de la aplanadora oficialista en las cámaras del Congreso. Y todavía más si el intercambio de acusaciones —todas, verosímiles— ocurre en el espacio público y públicamente se pretende darlo por zanjado con una operación mediática inverosímil. Es el caso de esa imagen circulada ayer y antier con la cara de me la vas a pagar, del senador Adán Augusto López. O de me la vas a pepenar, del diputado Ricardo Monreal. O la de a ver quién se traga este cuento del armisticio, de la mediadora secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez.

Presidenta espectadora. Más que la exigencia ingenua de una investigación pulcra de los cargos ventilados entre las partes, lo relevante del match López vs Monreal es que muestra una vez más el fin de la nonagenaria preeminencia de la institución presidencial en el sistema político mexicano: de 1935, cuando Cárdenas echó a Calles, a 2024, cuando López Obrador violó la regla que lo obligaba a transferir a su sucesora los poderes acumulados en el cargo presidencial para seguirlos detentando él. Estamos ante uno de los rasgos más trascendentes del cambio de régimen del que se vanagloria el oficialismo. La presidenta aparece como espectadora de un espectáculo en que los cancerberos del régimen —no de ella— para el control del Poder Legislativo, exhiben sus nada ejemplares historiales, en sus disputas por dinero e influencia, y ponen de relieve la ausencia del poder arbitral de la presidenta formal en su otrora calidad de cabeza de los liderazgos parlamentarios de su partido (como es común en los regímenes presidenciales). En otras palabras, los pendencieros subrayaron la percepción de un hecho público: que le deben el puesto no a ella, sino al expresidente López Obrador, a quien además le probaron obediencia ciega en el recién concluido periodo de sesiones del Congreso, sacándole adelante su programa legislativo y designando —contra la voluntad de la presidenta— a la impresentable titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.

Cuarteaduras estructurales. Las divisiones internas que mostró el altercado López/Monreal, en el emporio de poderes acumulados por el expresidente López Obrador, dejan ver cuarteaduras aparentes, producto de las disputas por los botines y expolios de sus campos de batalla. Los presupuestales y también los de los frentes abiertos por los procesos a su cargo para lanzar candidaturas ganadoras propias o de sus facciones en la elección de jueces, magistrados y ministros. No tardan, además, las desavenencias por las candidaturas para las elecciones de aquí al 2030. Y ya asoman las cuarteaduras estructurales propias de la ambición de concentrar en una sola persona los tres poderes clásicos, más el mando de un embrionario partido de Estado, más las decisiones arrebatadas a las autonomías constitucionales, ahora muertas.

Adivine usted. Se trata de una cantidad y una complejidad de decisiones que rebasan la capacidad de cualquier persona y terminan desparramadas en subalternos improvisados, valedores y desvalidos. Una confusión de poderes, una incertidumbre, una rebatiña, un caos agravado por la sensación de un poder supremo de facto tras un poder supremo de derecho. Un ejemplo. Adivine usted de dónde vino la iniciativa de despojar a los trabajadores de sus fondos de ahorro para vivienda y de entregárselos al tabasqueño director de Infonavit, iniciativa conducida a su apresurada aprobación por el tabasqueño líder del oficialismo en el Senado. Y adivine usted de dónde vino la negativa a realizar un periodo extraordinario para que los diputados validaran esa minuta del Senado. Cuarteaduras.

Académico de la UNAM

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