Rebeldes municipales. El inesperado aluvión de votos para la coalición opositora en los distritos electorales de 11 de las 16 alcaldías de la CDMX y las derrotas del oficialismo en 9 capitales de los estados de mayor desarrollo y densidad urbana (Nuevo León y Jalisco, a la cabeza) me recordaron el inesperado triunfo de la democracia liberal en las elecciones municipales españolas de 1931. Fue una victoria que llevó al rey Alfonso XIII a abandonar el trono y el país. El monarca leyó la llegada del fin de la monarquía, convencido de la imposibilidad de reinar contra la voluntad de las ciudades y los ciudadanos.
Podemos aprender de las lecciones iniciales de aquel drama que devino golpe militar, guerra civil y dictadura. Y la primera de ellas sería la valoración de los votos de las ciudades y los ciudadanos. Obvio: no para llevar a AMLO a dejar el trono y el palacio que hoy parecen contradecir, con otras conductas, el sentido de una presidencia republicana.
En efecto, el mensaje del actual electorado ciudadano de México a su presidente registra la inconformidad –la de un mandante a su mandatario– por su mala gestión a la mitad de su mandato. Cívicamente le reprochan además los votantes la deriva despótica, autocrática que hoy desnaturaliza a la Presidencia –que se le confió hace 30 meses– de una república empeñada en hacer madurar sus instituciones democrático-representativas y en colocar contrapesos al poder.
Contra el voto clasemediero. El problema es que, lejos de captar el mensaje, a más de 48 horas de conocidos los resultados, un presidente –secundado por sus cortesanos, pero de seguro aturdido por el golpe del voto urbano– embestía a millones de electores libres de la capital que hace 3 años lo apoyaron y hoy lo castigaron, como hacen los ciudadanos en el mundo. Primero, pasó a asociar al votante ciudadano con la delincuencia de cuello blanco, a la que contrastó con la delincuencia organizada que, esa sí, sí, dijo, se ha portado bien. En la justificación presidencial de sus pérdidas electorales, el ciudadano tradicionalmente crítico de la capital aparece manipulado por el bombardeo de los medios, que a su vez no informan ni analizan desastres y descalabros del régimen, sino que hacen guerra sucia.
Y, lo más grave: el presidente exhumó los prejuicios prehistóricos de la más vieja izquierda contra la clase media, con etiquetas para él infamantes, como llamarla conservadora y ‘aspiracionista’. Sólo que el siguiente paso en esta retórica es la descalificación de la democracia calificada de burguesa y su sustitución por las llamadas democracias populares del antiguo socialismo real y de los actuales regímenes populistas.
Contra sus votantes. Y, quizá por el mismo aturdimiento provocado por la movilización electoral de las clases medias de las principales ciudades, el presidente ha degradado a sus electores cautivos de su amplia red clientelar de beneficiarios del reparto de dinero en su nombre. Esto es así porque al pretender descalificar a los votantes en su contra por exponerse a noticias y análisis de periodistas e intelectuales, así como a la prensa internacional que lo critica, está perfilando al votante del régimen al margen del derecho de acceso a la información y a la deliberación pública, sustento del votante libre, selectivo, activo en la esfera pública.