Primer asalto. El primer asalto de la mayoría de los diputados oficialistas de la nueva legislatura agregó otro golpe a la economía nacional y a la cultura de la legalidad, con el premio aprobado al contrabando de automóviles. Fue en la misma jornada en la que aprobó también el castigo a las iniciativas de la sociedad y a la cultura de la aportación de la gente a causas benéficas, con la supresión de deducciones fiscales a los donantes a organizaciones civiles. Adicionalmente, dio un paso más en el control de los ciudadanos con la inscripción obligatoria, desde los 18 años, en el Registro Federal de Contribuyentes. Por cierto, esta reforma tendría el mérito de impulsar la educación fiscal en los jóvenes, si no fuera por los esfuerzos del régimen por cancelar —y demonizar— sus posibilidades de superación. Sometidos a dificultades crecientes para obtener ingresos, multiplicadas en este trienio por la pandemia y las decisiones presidenciales, poco ayudan los dudosos paliativos del reparto de dinero en esquemas de simulación para los que no estudian ni trabajan, pero que, según el presidente, construyen nuestro futuro.
El México de la ilegalidad. El término chocolate es un eufemismo para no llamar chuecos, ilegales a los autos pasados de contrabando al país. También se les llamaba checoslovacos, cuando aún no se escindía la nación del bloque soviético a que hace referencia el gentilicio. Pero la inventiva verbal del México de la ilegalidad no elimina el verdadero nombre de este hecho: contrabando. Ni su tipificación como delito, ni sus efectos tóxicos en una industria —la automotriz— ya castigada por la caída de las exportaciones y ahora en sus ventas domésticas. El fomento al contrabando no es el incentivo a esperar del presidente y su mayoría por la planta productiva del país. Al contrario. La pone en riesgo junto con una parte al menos de los dos millones de empleos generados por esa industria.
El otro contrabando. En efecto, con su anuncio de hace unos días de ‘legalizar’ los carros contrabandeados, el presidente generó de inmediato un estímulo incontrolable a la ampliación en el país del negocio de los vendedores de autos chocolate, constreñido hasta entonces principalmente a los estados fronterizos. Calculan allá al menos en tres o cuatro millones, si no es que más, la cantidad de unidades que se acumulan hasta ahora en espera de su ‘legalización’. Claro, también estiman por allá que el régimen calcula traducir la medida en otros tantos millones de votos de contrabando: contrabando electoral. En su plan de perpetuidad eso es lo importante. No los costos, todavía incalculables, para la economía nacional. Para no hablar de los daños a la movilidad y al medio ambiente, ya que buena parte de los chocolates son chatarra rescatada del empaquetamiento para reciclaje de fierro viejo para la industria del otro lado.
Adónde van los impuestos. Cierto. La miscelánea fiscal supone, en buena hora, una ampliación de la base de contribuyentes: bien que la carga del fisco no descanse sólo en los causantes cautivos. Pero habrá que ver si finalmente incluye a las clientelas electorales del régimen en la economía informal. Y habrá que ver también si esta vez es parejo el apretón del fisco contra la evasión. Pero aún así seguiría ausente el incentivo mayor para fortalecer una verdadera cultura fiscal entre los ciudadanos. Y es que el contribuyente no ve el destino de lo recaudado en este panorama de desolación, con un estado que no cumple su deber esencial de garantizar la seguridad de la población al tiempo que persigue a la inteligencia. Tampoco es capaz de allegar medicamentos a su devastado sistema de salud. Y su gestión económica genera decrecimiento y pobreza, mientras vamos por calles como bombardeadas por escuadras enemigas.