“Nuevo régimen”. Ni Maximato, ni ruptura ‘como la de Cárdenas con Calles’, ni reedición del antiguo régimen, ni ninguna otra comparación con las vicisitudes del presidencialismo mexicano. Ocurre algo distinto y ajeno a las tradiciones, experiencias, modelos o estilos personales de gobernar. El verdadero significado del ‘cambio de régimen’ apunta ꟷjunto con el fin de la división de poderesꟷ al final, también, de la preponderancia de la institución presidencial. Así pasó también con la anulación del Poder Legislativo en su calidad de freno y contrapeso de la instancia suprema. Adquiridas apenas a partir de 1997, cuando los presidentes no volvieron a contar con mayorías para avalar y aplaudir sus deseos, estas funciones del Legislativo resultaron damnificadas 20 años después, en 2018, en que empezó el primer capítulo de la era de AMLO. Y fueron finalmente desfondadas al empezar este segundo capítulo, o su ‘segundo piso, hace tres meses.
El desplazamiento de los poderes presidenciales. El cambio más radical que transporta el nuevo régimen radica en que los poderes fusionados y reconcentrados en uno, están siendo acumulados, ya o por un presidente todopoderoso, como ocurrió en el primer capítulo de la era de AMLO: su periodo constitucional en palacio, sino por el ya expresidente López Obrador, en este segundo capítulo. Pero no los acumula, en realidad, en su condición de presidente o expresidente, sino en su condición de jefe real de un poderoso partido con su demostrada capacidad de controlar los procesos y los resultados electorales, la composición y el funcionamiento del Poder Legislativo, el mapa de los gobiernos y los congresos estatales, buena parte del gabinete presidencial y, pronto, el Poder Judicial. Además, todo está dispuesto para que las funciones, facultes y poderes de decisión de los órganos constitucionales autónomos se reconcentren en la instancia superior, bajo el control del Ejecutivo y sus dependencias directas.
El engranaje. Esto marca una diferencia de fondo con la figura del Maximato, una salida temporal a la crisis provocada por el asesinato de Obregón: presidente electo y caudillo indiscutible del grupo triunfante de la Revolución. Cierto, la figura ꟷinexistente en norma algunaꟷ de ‘jefe máximo de la revolución’ con la que Calles llenó el vacío del caudillo y encauzó la crisis por el camino de las instituciones, se desprestigió por su injustificada prolongación, sin atender al cambio de los tiempos, representado por Cárdenas. Pero eso sólo confirma que el Maximato tenía un término: desaparecería con la salida de escena del ’jefe máximo’. A diferencia de la formidable maquinaria de control político, construida por López Obrador para sobreponerse a los poderes formales (Legislativo y Ejecutivo, y en vías de hacerlo con el Judicial) de la misma manera que se dispone a remover los obstáculos restantes a su proyecto absolutista: los órganos autónomos. La maquinaria parece diseñada igual para la operación directa y personal del jefe supremo, que para trascenderlo: un engranaje diseñado para acumular, perpetuar y, en su momento, heredar el poder, sin los traumas ni los contratiempos de una salida abrupta de la escena, como les ocurrió a Obregón y Calles.
Esperanza inútil. Si no hay Maximato, sino un poder con fuerza propia para sobreponerse a los poderes formales resulta ilusorio el voluntarismo de quienes esperan una ruptura ‘como la de Cárdenas con Calles”, por parte de una titular del Ejecutivo que ha visto desplazados los poderes de la institución presidencial al verdadero ‘jefe de las instituciones nacionales’, como se llegó a llamar a los presidentes del antepasado. “Esperanza inutil”, lloró el enorme boricua Daniel Santos. Y le reclamó: “¿por qué no me dejas / ahogar mis anhelos / en la amarga copa / de la realidad?”.
Académico de la UNAM