Cuando se va, se va. Rebasada ya más de la mitad de su periodo constitucional (38 de 70 meses) el presidente ha emprendido una guerra contra todos, incluyendo cercanos y aliados se repite en la conversación pública. Pero esas guerras son apenas síntomas de la más desventajosa: la guerra contra el tiempo que se le agota, lo abandona, deserta de sus fantasías. Tampoco es que le queden 32 meses de mando neto (la resta de los consumidos del total para el que fue elegido). Al menos hay que restar más de un año de corrosión por las luchas internas y externas desatadas tempranamente por él para sucederlo. Le esperarían demasiados meses —es de temer— de vacíos mal disimulados de actores políticos y empresariales convertidos en corchos flotantes en espera de que termine de desvanecerse el huracán de su presidencia.

Mala consejera. Pero está visto que la angustia del tiempo es mala consejera. Abrumado por la velocidad con que se acercaba la fecha fatal para inaugurar la olimpiada, sin el control de la calle, Díaz Ordaz provocó el trauma del 68. Fuera de control la hemorragia financiera, con el gobierno en picada, López Portillo recurrió a la disrupción de la expropiación de los bancos. Y —ante la pérdida de lo más valioso para él: el control del debate público, por el affaire José Ramón; más la proximidad de la recesión con alta inflación, la inseguridad sin freno y la criminalizada gestión de la pandemia— parecerían escucharse rechinidos ominosos de artillería en el arsenal del hoy fortificado poder presidencial.

Campaña decisiva. El miércoles pasado, el presidente dejó escapar un peculiar balance. No incluyó los saldos (ruinosos) de su desempeño de gobierno. Esto es irrelevante para sus planes y, hasta ahora, para las encuestas. Sus cuentas se limitaron al único tema que le importa: su popularidad, (mal) entendida como decisión colectiva de combatir a su lado al momento de emprender sus batallas finales para abatir los últimos reductos de resistencia institucional (INE) y gremial (medios). Y, sí, hace exactamente una semana parecía pasar revista a sus contingentes al tiempo que menospreciaba el potencial defensivo de sus ‘enemigos’, como si estuviera en las vísperas de una campaña militar decisiva.

¿Estadística o plan de acción? “Podemos tener hasta el 90% de aceptación con los pobres”, desafió el presidente, y calculó el poder que le dan esos pobres en el 65% de la población. Pero “de allí para arriba, clase media-media, ya no”, pareció regocijarse al identificar esas (deleznables) líneas enemigas. Y “clase media alta y clase alta, puede ser que, de cada diez, tengamos el apoyo de uno”, pareció celebrar. “Estamos al revés que con los pobres (ya que) de cada diez, podemos obtener el apoyo de nueve. A ello agregó el presidente su desconcierto por la desaprobación a su gobierno de cerca del 60% de los mexicanos con licenciatura y grados superiores. Y más que estadísticas, pareció exponer un proyecto de polarización social que convierte en enemigo —a combatir— al México escolarizado, del conocimiento científico, y a las clases por encima de la pobreza.

Guerra perdida. Sería un proyecto de control sustentado en el apoyo obtenido de la entrega de recursos a una parte de las clases desfavorecidas, en sustitución de políticas institucionales para sacarlas de la marginación y de la dependencia ‘dadivosa’ del monopolio de poder de una sola persona. Ante la eventual pérdida presidencial de la guerra contra el tiempo, aterra un escenario: sin crecimiento, sin producción de conocimiento ni estructuras fiscales de redistribución, sin la vigilancia de los medios, vía libre a la perpetuación de un poder sustentado en la perpetuación de los pobres. (Claro, con la opción a la mano de las cada vez más protagónicas fuerzas de seguridad, por si se ofrece).

Profesor de Derecho de la Información, UNAM.

Google News

TEMAS RELACIONADOS