Nubarrones. El presidente López Obrador fue a Washington armado de declaraciones precocinadas para los medios mexicanos, de un descortés exceso verbal frente al anfitrión, de propuestas inviables, todo, desatendido por la prensa y el gobierno de los Estados Unidos. Ante probables comunicaciones en corto de alerta, advertencia y demandas varias de la Casa Blanca, en un clima enrarecido por el mexicano, la activa operación mediática de Palacio Nacional procuró un doble propósito. Por un lado, establecer en casa una versión y una narrativa épica del encuentro, dejando ver que AMLO llevó la iniciativa con firmeza y dignidad y cuidando de no dejar vacíos a ser llenados por otras versiones y narrativas. Pero todo este esfuerzo podría sucumbir ante las versiones trasmitidas abiertamente o mediante filtraciones por el establishment del norte sobre las tensiones crecientes del régimen amlista con el Capitolio (la demoledora crítica bipartidista a la regresión democrática en México), en los paneles de controversias por violaciones al acuerdo comercial y con los cuerpos de seguridad de Estados Unidos, que ven como un peligro para ellos el avanzado control del narco de territorios y autoridades regionales. Nubarrones mal disfrazados por la declaración conjunta.
Operación tenaza. Pero acá no hay cielo despejado. El fallecimiento del expresidente Luis Echeverría puso en la conversación púbica semejanzas ominosas y diferencias olvidadas entre el desempeño de los presidentes López Obrador y el mandatario tercermundista. Por ejemplo, la vocación de eliminar toda posibilidad de competencia electoral llevó en 1976 a una elección presidencial con candidato único, como en los regímenes totalitarios. Y algo acaso más grave podría desembocar del uso inconstitucional de AMLO de los aparatos represivos del Estado, en operación tenaza con su apabullante aparato personal de comunicación, para abatir toda oposición por la vía de llevar al paredón mediático a los presidentes surgidos del PRI y el PAN, a fin de aniquilar toda posibilidad de éxito de una alianza opositora. Y ya qué decir si, por la misma vía del amago judicial y el tribunal paralelo de la comunicación, el presidente avanza en el Congreso en la destrucción del sistema electoral autónomo para tomar el control de los procesos electivos.
A la inmovilidad. Hay un agravante para el régimen de AMLO. Echeverría heredó ese sistema presidencialista a ultranza que, entre otros poderes, controlaba los procesos electorales. Pero, desmontado aquel régimen en la década de 1990, el actual presidente se esmera en revertir los avances democráticos de las últimas tres décadas. Pero hay otra diferencia: Echeverría imprimió una huella visionaria a su gobierno con la creación de instituciones que todavía contribuyen a la modernización del país y a lubricar los mecanismos de la movilidad, del ascensor social en beneficio de las nuevas generaciones: Infonavit, Conacyt, UAM, CIDE, Profeco, FONACOT, entre otras. En cambio, López Obrador descalifica lo que llama ‘aspiracionismo’: el impulso de mejoría en las condiciones de vida y de ascenso social de la gente, que en cambio tendría que conformarse con el dinero que él reparte y que sus receptores le deben agradecer con votos para perpetuar esa ayuda con la perpetuidad del régimen: la inmovilidad total.
Don Corleone. Incluso en sus excesos multiplicadores de instituciones, la huella de Echeverría sobresale en este campo frente la huella de AMLO, que quedará en los escombros de las instituciones que destruye, desmantela o desnaturaliza. Los une, eso sí, el sustento de sus regímenes autoritarios en un modelo de “populismo dadivoso”, como llamó Reyes Heroles al de Echeverría, o de despotismo ‘benevolente’, como un buen crítico de El padrino I caracterizó el régimen de Don Corleone.