Vieja anormalidad. Con la actual explosión de contagios y muertes, estamos pagando la demora presidencial en aceptar a tiempo la llegada del coronavirus a nuestro país. Y lamentable, pero probablemente, pronto tendremos que pagar la precipitación —y la confusión— con que se anuncia, pero no se anuncia, un desordenado fin (que no es el fin) del confinamiento. Lo dicho antes aquí: AMLO falló en dos de las asignaturas esenciales de la gestión de crisis: se retrasó para asumirla y se adelanta para ponerla a punto de solución. La tirada es, sí, abrir espacios para revivir la economía, pero, además, de manera central, despejar el campo al relanzamiento de la campaña electoral, con el presidente a la cabeza, a un año cuatro días de las elecciones para renovar la Cámara Federal de Diputados, 15 gubernaturas, los congresos locales e incontables presidencias municipales. Ni nueva, ni apegada a una normalidad de ética democrática, la etapa abierta por el presidente en la crisis multidimensional en curso.

Salvo algunas voces de su entorno, ha sido prácticamente unánime el rechazo en los medios a la gira de arranque de campaña del presidente por el sureste, en medio del ascenso feroz de víctimas del Covid 19. ¿La coartada?: una mala copia de un concepto de ‘nueva normalidad’ puesto en práctica en Alemania hará más de un par de semanas, tras una prédica leal de la canciller Merkel. Pero, sobre todo, después de que su gobierno se tomó en serio el problema desde el principio y se anticipó en unos tres meses a México en el establecimiento de medidas sanitarias. Con ello redujo al mínimo las infecciones, antes de arribar a una precisa, detallada etapa de desconfinamiento en que nada es igual a lo vivido hasta los primeros días del año en que se conoció la existencia del virus devastador. Allá sí se puede hablar ahora de una nueva normalidad para prevenir rebrotes.

Pero aquí no hay riesgo de rebrotes, como lo precisó un líder social, porque el virus no ha dejado de brotar, está lejos de sofocarse y más lejos por tanto de la posibilidad de rebrotar. Tampoco hay margen para establecer una nueva normalidad en medio de la anormalidad de una crisis en su apogeo y de la ya conocida anormalidad de año y medio de usos y costumbres de un presidente aferrado a su idea de un régimen ineficiente, pero al servicio de la causa.

En la legua. Haciendo la legua por tierra, metro a metro, nada más vieja que la rutina de campaña de falsear la realidad, como las cuentas alegres sobre una economía que cae en plomada con su secuela de desempleo y frustración. Y no es nuevo ni propicio a la anhelada normalidad de un debate democrático que el presidente monopolice la definición de la conversación pública descalificando a críticos y opositores por caer supuestamente en lo que él inequívocamente cae: politizar los problemas que no puede resolver. Tampoco es nuevo ni responde a una normalidad de ética política la incontinencia de un presidente que repite, como logros propios, hechos que no le son atribuibles, como el envío de remesas de nuestros migrantes —ahora en caída libre— y la relativa recuperación del peso, debida al debilitamiento del dólar.

Contra la realidad. Y qué decir de la arcaica y anormal propensión de jactarse de contar con otros datos (nunca revelados), con frecuencia contradictorios de los datos oficiales, o de especular con escenarios frecuentemente improbables sobre la evolución de la pandemia y de la economía. Y todavía más: qué tiene de novedad —y de normalidad— ver una vez más a nuestro presidente en guerra con la realidad económica, de salud pública, de seguridad y, ahora…, contra los muy reales aguaceros sobre los que dijo, seguirá caminando en su misión. Será el encierro, pero lo imaginé como al Salvador sobre las aguas del Mar de Galilea.

Profesor en Derecho de la Información,UNAM

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