A Lorenzo Córdova y Ciro Murayama. Fructífero fin de ciclo. Pero la hostilidad despótica —y la resistencia— continúan.

El miedo a la derrota. Abundan en los medios referencias al tamaño del descaro en las maniobras oficiales para imponer allegadas y allegados en cargos que exigen imparcialidad: la presidencia y el Consejo General del INE. El propósito: corroer desde dentro la estructura ciudadana y la autonomía del órgano electoral para controlar los procesos y los resultados de las elecciones y así asegurar la permanencia del régimen. Pero la maquinación habla también del miedo tras los grotescos nombramientos en curso: el miedo a perder la elección presidencial del año próximo, si prevaleciera el juego limpio que ahora pende de un hilo. Si hasta el momento las proyecciones mantienen la ventaja del régimen en las urnas de 2024, la explicación de la alevosía y la chapuza para controlar el árbitro electoral podría estar en el cálculo de un probable final catastrófico del sexenio, con el correspondiente cambio en las proyecciones electorales.

El oficialismo al manejo electoral. Un tema de estructura de la personalidad atraviesa las previsiones del análisis político: una aversión patológica del presidente a acatar las reglas constitucionales y el juego limpio en las contiendas. Esto podría cuadrar con la escasa cultura de la legalidad de amplios grupos sociales, lo mismo que la pueril explotación del resentimiento social por las remuneraciones competitivas en los órganos constitucionales independientes del Ejecutivo. Y así, quedará consumada la ocupación del INE por consejeros carentes de legitimidad pública por ser incondicionales del régimen; sin preparación; sin credibilidad —por su parcialidad— y sin respetabilidad, por la forma en que públicamente asaltan la institución. Su encomienda: redoblar la corrosión y el desmoronamiento de la columna maestra que ha sostenido en estos años los principios constitucionales de legalidad, imparcialidad, objetividad, certeza e independencia en la organización y el procesamiento de las elecciones. Con ellos se cimentó la estabilidad política en las pasadas décadas. Sin ellos, se vislumbra un salto al vacío.

Desacato. El furibundo rechazo del presidente a la suspensión —dictada por el ministro Laynez— de la bárbara contrarreforma política de AMLO, la desautorización palaciega de las resoluciones de la Corte y su descalificación como mafia, entre otros agravios, configuran algo cercano a una sediciosa expedición de licencia para el desacato al tribunal constitucional. O a un ensayo en el modelo del llamado de Trump a sus secuaces para el desacato a su derrota electoral. Incluso el anuncio de la opción de impugnar el acto del ministro por la vía legal quedó ensombrecido por un boletín recargado de imprecisiones jurídicas y giros engañosos, en línea con la airada prédica del gobernante. Todo ello constituyó la reiteración de una pedagogía siniestra contra el estado de derecho, una convocatoria a provocar hostilidad y vacío social a las autoridades jurisdiccionales y electorales y una clara determinación de acabar con los restos de legalidad de su gestión: el piso firme de las dictaduras autocráticas.

EU: fin de la paciencia. La tortuosa relación del presidente López Obrador con el presidente Biden entró en una fase marcada por el fin de la paciencia —y de la condescendencia— del gobierno demócrata. La renuencia de AMLO a combatir a los cárteles ya lo hizo acreedor a graves advertencias y sospechas explícitas de las altas instancias de poder de EU. La postergación indefinida a responder al reclamo de alinear la política energética al TMEC ya provocó el aviso de un ultimátum, incluidas ruinosas sanciones arancelarias. E incluso ya enviaron de allá un informe con los ataques aquí al sistema democrático y a la libertad de expresión. La siembra de vientos cruzados, aquí y allá, anuncia gran cosecha de tempestades.

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