Anticipada, tóxica nostalgia. Mientras más pasivos y agravios contra la nación, la sociedad y las personas acumula un gobernante, menos incentivos tiene de dejar el poder, porque ello marcará la hora de pagar por el inventario de pérdidas provocadas por una gestión extraviada. Y, mientras más se empecina ese gobernante en alejar la llegada del final y prolongar su mando por cualquier medio, más pesada se vuelve la carga de afrentas nacionales y más cerca estará de hacer reventar hasta la última costura de la cohesión y la gobernabilidad. El presidente López Obrador parecería empeñado en dar señales de encarrerarrse en esa endiablada dinámica, de la que México había permanecido ajeno desde la ruptura Cárdenas-Calles, en 1935. A un cortesano de Calles se le atribuye haberle conferido en un discurso el título de ‘jefe máximo de la Revolución’, con majestad sobre los presidentes de la pos revolución. Y es común escuchar de integrantes de la corte de Amlo una anticipada, tóxica nostalgia ante el final que se aproxima del periodo constitucional. Sólo que tal pesadumbre se ha ensamblado con los aprestos de dominio sobre los órganos, los procesos y los resultados electorales.

El olor de la sangre. Con la suerte del árbitro electoral autónomo pendiente de sucesivas decisiones de la Corte y del enigma del comportamiento de los nuevos consejeros del Instituto Nacional Electoral, designados por insaculación de una lista confeccionada, en su mayoría, por manos oficialistas, el presidente luce confiado en culminar uno de sus proyectos estelares de destrucción de los componentes más modernos del estado mexicano. El IFE/INE instauró, en efecto, un sistema electoral competitivo, confiable, garante de la voluntad ciudadana y de la alternancia efectiva de las fuerzas políticas en todos los cargos de elección. Pero además de la incertidumbre de su permanencia, el olor a la sangre emanada de un INE herido por las embestidas del Presidente y sus secuaces estimuló el apetito de las burocracias partidistas. Salieron a la caza del Tribunal Electoral —un tribunal constitucional— con el propósito de marcarle una estrecha vía de interpretación de la Constitución y las leyes y así neutralizar su capacidad de sancionar las conductas indebidas de los partidos. Anoche se aprontaba a decidir respecto de esta extravagante e impracticable idea la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados. Y todo puede pasar en esta especie de deshuesadero del Estado moderno iniciado y alentado desde palacio nacional.

Y mi palabra es la ley. El problema de desmantelar los espacios modernos del estado es que antes fueron barridos por la historia los asideros propios de la sociedad y el estado del pasado. Sin unos ni otros, sólo quedaría la voluntad de un solo hombre. Con otro problema: un tejido social, una clase media participativa, un entramado económico y una inserción en el mundo imposibles de someter a un régimen autocrático regido por la arbitrariedad y las decisiones discrecionales. Sin embargo, con su iniciativa de Semana Santa para arrasar con el entramado normativo institucional para el otorgamiento y revocación de concesiones, permisos, licencias y contratos del gobierno, el Presidente pondría en sus exclusivas manos estas decisiones sobre lo establecido en arbitrajes, sentencias judiciales internas o laudos internacionales. Viene aquí un nuevo frente de inseguridad jurídica, desconfianza, de litigio en foros y tribunales domésticos y externos. Es un paquete de reformas con la etiqueta “Mi palabra es la ley”. Y si en el plano político el modelo autocrático con pretensiones de perpetuidad nos pone en la ruta de la ruptura de la cohesión social y la ingobernabilidad, en el plano económico nos lleva al estancamiento interno y al aislamiento internacional.

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