Ayer y hoy. El debate de estos días indicaría que, en 2024, México vivirá —entre la involución y la evolución— el trance más delicado en un siglo. Esperemos, sin la violencia política del pasado. Será un periodo como el de la década de 1920. Pero, aparte de las grandes diferencias entre las épocas, con aún más grandes diferencias entre las perspectivas de los gobernantes de ayer y hoy. Las ambiciones en las filas de la revolución triunfante —como las ya inocultables en la llamada Cuarta Transformación— y el choque del jacobinismo revolucionario con un sector de fieles católicos —en el rastro de la feroz polarización promovida hoy por el Presidente— trajeron, hace cien años, sucesivamente, una rebelión intestina de jefes militares bañada en sangre, un magnicidio y una guerra religiosa. Hoy, la sangre, la muerte y las guerras se desencadenan desde palacio en los campos de batalla de la comunicación, menos letales pero muy tóxicas de la convivencia. Aquellos tiempos marcaron también el fin de la era de los caudillos, que ahora se pretende reanudar. Y empezó una era de creación de instituciones, que no cesó hasta la llegada del actual régimen, concentrado en destruirlas. Pasamos de los proyectos constructivos del estado a un proyecto populista, alérgico a las instituciones porque limitan los poderes discrecionales de las autocracias.
La involución: hasta dónde. En aquel entonces se llegó al fin de las hostilidades con la iglesia, hostilidades que el actual presidente declara contra todo insumiso. En aquel decenio se gestó un sistema de partido hegemónico con predominancia del Ejecutivo que encabezó un largo periodo de grandes transformaciones, con altos grados de consenso y estabilidad por el resto de aquella centuria. Esto contrasta con el empeño de hoy en torpedear los grandes consensos de la nación. Aquel sistema llegó a su fin por inoperante e insostenible, frente a los cambios propiciados por el propio sistema. Pero antes respondió a los reclamos democráticos de una sociedad evolucionada y acordó con sus contestatarios significativas reformas que abrieron la competencia electoral a la alternancia en el poder, ya sin partido hegemónico (como el que nos quieren ahora imponer) y con un árbitro autónomo, que AMLO se propone exterminar. El viejo sistema alcanzó a desmontar buena parte de la ya disfuncional concentración de poder en el Ejecutivo, que el presidente de hoy reedita. Más que involucionar a la época priista, como luego se simplifica, la involución del presidente de nuestra época va contra la rica tradición reformista de los regímenes de la posrevolución y sus sucesivos partidos.
El entorno exterior. En el plano de la problemática inserción de México en el mundo, aquella tercera década de entreguerras del siglo pasado agregó a las convulsiones internas el rudo coletazo del crack económico mundial de 1929 y sus efectos entonces tan imprevisibles como los de la crisis actual de la globalidad. Pero ante aquella gran crisis del capitalismo, la —hoy revisitada— impotencia de la Casa Blanca, el surgimiento del nazi fascismo y el endurecimiento del campo socialista bajo Stalin, la política exterior —de principios— del canciller Genaro Estradas en el callismo, era una forma de pragmatismo. Gran contraste con el manoseo discrecional de los principios, hoy; de los palos de ciego con la familia Trump que ahora humilla a Palacio Nacional, de desafíos y provocaciones a Biden y a la contraparte económica de la que depende el 80% del funcionamiento de la economía mexicana, veleidades con las dictaduras latinoamericanas, complicidades con los crímenes de Putin y una naif, tardía admiración pública al poderío chino. Todo, contra el interés nacional y a favor del ego y las fantasías anacrónico-revolucionarias de nuestro Presidente.