De mi padre heredé la intención y el orgullo de estudiar en la Universidad Nacional de México. Él ingresó a la entonces Escuela de Jurisprudencia en la época en que al frente del gobierno de México estaba Venustiano Carranza. Yo entré a la UNAM en 1941 y venía de estudiar la Preparatoria con los jesuitas de las Escuelas Cristianas.
Recuerdo que hubo una discusión muy seria entre mi abuelo materno, Manuel Escalante, que había sido fundador de la Escuela Libre de Derecho en 1912, y la familia de mi padre, que había estudiado en la Universidad Nacional establecida en 1910 por Porfirio Díaz. Tanto mi abuelo materno como mi padre eran abogados, el primero deseaba que yo ingresara a la Escuela Libre de Derecho, por razones entendibles, pero finalmente yo decidí inscribirme en la UNAM. Al igual que muchos de los compañeros de mi generación, tuve que pasar, como era la costumbre, por las bromas y vejaciones que los estudiantes de los grados superiores infligían a los llamados “perros” de primer ingreso. Por ejemplo, recuerdo que los trámites de inscripción se tenían que realizar ante la directora de ese servicio, una tal srita. Lupercio, a la que le disgustaba que se equivocaran al pronunciar su apellido. Los estudiantes de los grados superiores nos dijeron que la srita. Lupercio se alteraba si la llamaban de manera diferente, pero a mí me dijeron que era “Pelurcio”. Cuando llegué a solicitarle la inscripción le dije: “Srita. Pelurcio, quisiera que me atendiera por favor”, ella, indignada, me respondió: “¿Qué dijo? ¡Vete a la cola y se respetuoso!”, así pagué la iniciación.
En esas fechas, la Universidad estaba ubicada en el Centro Histórico, y la Escuela de Jurisprudencia en la calle de San Ildefonso. Para llegar, yo tenía que salir a las cinco y media de la mañana de mi casa, tomar el camión que me llevaba directamente al Zócalo, y asistir a mi primera clase a las 6. Para los estudiantes de Derecho era muy conveniente que cerca estuvieran los Tribunales de Justicia, la Suprema Corte y varios bufetes de abogados de más renombre en esa época. Los cinco años que pasé en la Escuela de Jurisprudencia de la UNAM fueron no sólo de aprendizaje del Derecho, sino también del conocimiento de lo que era nuestro país, ya que a la Universidad llegaban compañeros de muchos estados y de distintos estratos sociales y económicos. Me atraían las actividades culturales y entonces formamos un grupo académico-cultural, mediante el cual nos pronunciábamos por las causas sociales y académicas.
Recuerdo haber participado en el movimiento de protesta contra la iniciativa apoyada por el Presidente Lázaro Cárdenas para condicionar la libertad de cátedra en la Facultad de Jurisprudencia. En 1934 se modificó el Artículo 3º de la Constitución para establecer que la educación que impartiera el Estado debía ser “socialista”, y muchos de mis compañeros pensábamos que dicha disposición no debería ser aplicable a los maestros de nuestra Universidad, a los cuales se quería someter a un examen para autorizarles o no la impartición de clases. Para buena parte de nosotros, dicha medida era atentatoria del principio de “libertad de cátedra”, que afortunadamente se logró mantener incólume en la UNAM y que, como consecuencia, continúa vigente en nuestra Máxima Casa de Estudios. En esos días se formó el Pentatlón Universitario, al cual yo pertenecí, bajo el modelo de la Falange en España, organizada por el líder universitario José Antonio Primo de Rivera, un poco antes de que estallara la Guerra Civil. Pero recuerdo igualmente que en esos años hice amistad también con muchos jóvenes españoles.
Cursando el segundo año en la escuela entré a trabajar al despacho de Manuel Macías, enfrente de la Catedral. Tuve como compañeros, entre otros, al hijo mayor de Manuel Gómez Morín, Juan Manuel, y también a Guadalupe Rivera Marín, hija de Diego Rivera. Guadalupe nos invitaba a ir a ver cómo su padre pintaba los frescos de Palacio Nacional. Encaramado en un andamio, su hija le silbaba y Diego bajaba a saludarnos y nos invitaba a tomar un café de chinos. Aquellas charlas fueron una experiencia inolvidable para mí.
Al término de mis estudios organizamos varias peñas con nuestros amigos de esa época para platicar sobre los asuntos de la Universidad y del país. Con el tiempo llegué a tener relación con varios rectores, como Brito Fouche y José Sarukhán. Por mi afición a la música, y ya siendo vicepresidente Ejecutivo del Bank of America, tuve mucho contacto con el área de ingeniería de la Universidad y, cuando se fundó la Orquesta Sinfónica de Minería, me invitaron de manera excepcional, porque yo no soy ingeniero, a ser miembro del Consejo de dicha agrupación. Juan Ramón de la Fuente me invitó luego a ser consejero del Club Pumas de la Universidad, cargo que desempeñé seis años.
Actualmente sigo ligado, de manera muy directa, a las actividades de mi alma mater a través de la Fundación UNAM. A mis 99 años sigo muy entusiasmado con el trabajo que realiza nuestra Fundación, especialmente en el campo del otorgamiento de becas a estudiantes de alto rendimiento y escasos recursos económicos. En mi calidad de presidente del Club de Industriales, A.C. he tenido oportunidad de apoyar a la FUNAM en su propósito de vincular a los universitarios con el sector empresarial e industrial del país. En el propio Club, la proporción de egresados de la UNAM que trabaja en esta institución es de 30% a 35%. Finalmente quiero reiterar que, en mi profesión y en lo que he hecho en la vida, le debo todo a la UNAM. Por ello sigue siendo un honor fungir como Consejero en la Fundación UNAM, lo cual, estoy cierto, le hubiera resultado muy grato saber tanto a mi padre como a mi abuelo paterno.
Presidente del Club de Industriales, A.C.