Si bien la pandemia pasó lista por todo el mundo, la manera en que los países han podido y decidido reaccionar a ella ha sido muy desigual. Mientras en algunos lugares sobran las vacunas y la gente discute con la mascarilla en la mano si la vacuna tiene un microchip o un virus que se activará con la risa de algún villano, en muchos otros lugares las vacunas llegan a cuentagotas y la gente hace una fila que no atina a predecir en qué momento llamarán a uno con esa promesa de volver a la normalidad.
En el plano micro el panorama no es distinto. Quienes tienen los recursos y visa vigente han aprovechado vuelos y millas que tenían pospuestos y aterrizaron en el sur de Estados Unidos para vacunarse una vez, dar un paseo y volver por la segunda dosis. Habrá quien defienda y critique esa jugada pero lo cierto es que la enorme mayoría no puede darse esos lujos de turismo de vacunación. El único denominador común que tenemos todos -los promotores de la vacuna y los antivacunas, los que justifican el viaje y los que lo critican- es que pensamos que tenemos la razón absoluta. Pandemia aparte, esa presunción de racionalidad exclusiva nos pinta de cuerpo entero como humanos de este tiempo.
Sospecho que no nos hemos vuelto necesariamente más inteligentes, pero sí más sordos y harto más egocéntricos. El sueño de que las redes sociales nos harían amigos de gente de todos los continentes y juntos leeríamos el Quijote en español, ruso y esperanto cruje dolorosamente si miramos nuestras redes. No porque no utilicemos nuestros datos para leer la Ilíada, sino porque nos la pasamos peleando y creyendo que el cretino es el que está del otro lado de la pantalla. En la rebatinga, no nos damos cuenta de que la metáfora de los aparatos tecnológicos como espejos negros (de ahí Black Mirror) es muy acertada. Resulta de lo más irónico que hoy, tiempo en el que tenemos más canales de comunicación que nunca en la historia, utilicemos todas esas vías para hablarnos a nosotros mismos.
Publicamos nuestra lectura única y correctísima de la realidad, esperando que el resto del mundo (es decir, nuestros seguidores y contactos) opriman la pantalla de su teléfono en señal de aprobación de nuestra muestra digital de elocuencia. Nos rodeamos de quienes piensan como nosotros, y nos engañamos al decir que también tenemos amigos en el bando contrario y que respetamos el derecho a discrepar. Hasta discutimos con quienes no piensan como nosotros y pegamos un montón de emojis y ligas de artículos de sitios respetadísimos y plumas muy afiladas que respaldan nuestra verdad, LA verdad. Por eso la selfie nos representa tanto. El gesto cúspide de que el mundo no es otro sino nosotros mismos es publicar autorretratos infinitos.
Habrá quien se asuma inmune al egocentrismo de las redes sociales, pero se engaña también. Porque no hay discusión ni alegato en estos tiempos que no se haya alimentado del sedimento que se forma en nuestras cabezas después de filtrar todo lo que nos mandan en chats, lo que buscamos aparentemente con plena voluntad y certeza, y lo que nos cuentan en persona quienes también buscan en sus pensamientos de entre todo su propio sedimento de datos que proviene de los mismos lugares. Por eso no debe sorprendernos que, aunque parece que el mundo se vuelve personalizable con filtros por todos lados, con la capacidad de comprar cientos de modelos de coches y teléfonos, la vida se nos reduzca a una triste respuesta binaria. Sí o no, uno y cero, estás con la 4T o estás con el viejo régimen. Dado que las redes no son el cúmulo de voces en colectivo sino el eco de nuestro pensamiento terco y solitario, es virtualmente imposible entablar una discusión y hacer que las dos partes salgan del diálogo reflexionando aunque sea un poco en lo que el interlocutor dijo.
De ahí que quienes piensan que publicando reflexiones muy elocuentes y harto sofisticadas para convencer al público de que las cosas no andan bien en el país en periódicos y revistas que buscan ese tipo de textos con esa dirección no hacen más que hablarse a sí mismos. No es que no puedan abrir la puerta del entendimiento de quienes piensen distinto a ellos. En plena miopía, no alcanzan a entender que hablarle a quienes ya piensan como ellos no va a cambiar un ápice las cosas para ningún lado.
Lo mismo sucede con los defensores a ultranza de la actual administración. El tono, tipo de mensaje y foros donde publican sus reflexiones no logran salir nunca de la esfera de convencidos de que eso que se dice es la única verdad y no acepta ningún matiz. Lo mismo sucede en cualquier otra materia de lo público. Antivacunas que se hablan a sí mismos y promotores de la vacuna que están al lado pero hablándose a sí mismos. Podremos echarle la culpa a las redes del radicalismo que nos caracteriza, de exagerarlo todo y saturar todo de color, de sonidos, de novedad. Que el frenesí con el que se mueven las comunicaciones exige que todo sea escandaloso y brillante o no exista. En este mundo, uno puede estar completamente de acuerdo o negar categóricamente lo que sea, pero no está de moda admitir que la realidad se compone de un montón de pedacitos de información que viene de todos lados, y que toda posición tiene un sesgo, un mirador y, por lo tanto, un pedazo de razón y otro tanto de cerrazón.
Sin duda podremos culpar a los gobiernos, los líderes populistas, la tecnología y las redes de la polarización, la exageración y el encono radical de unos contra otros, pero tan pronto como caiga la noche y apaguemos la pantalla, en algún momento nos tocará ver nuestra cara en la pantalla oscura, todavía tibia después de arrastrar el dedo sobre ella terca y obsesivamente. No se me ocurre la salida del callejón de la insensatez, pero a lo mejor como experimento pudiéramos empezar a leer nuestros teléfonos pensando que quien los sostiene puede, quizá, no tener en la punta de la lengua y todo el tiempo la verdad absoluta. Y se pondrá de moda decir “no había pensado en eso”.