Según la revista Science Focus de la BBC, hay en internet aproximadamente mil doscientos millones de gigabytes de información. Resulta de algún modo paradójico que justo en esta época donde uno puede arañar con el teléfono al menos una milésima parte de ese témpano gigante de datos, estemos tan absolutamente desinformados y se nos haya diluido la realidad de fea manera.
Ejemplos sobran, pero vale como ejercicio ocioso rescatar algunos, como la confusión que todavía reina sobre el contenido de las vacunas. El mito sobre los nanobots y diminutos microchips incluidos en los frasquitos gélidos que nos van a inyectar para que obedezcamos ciegamente a los amos absolutos del mundo es gracioso hasta que a uno le llega de un contacto que jamás pensaría que cae en semejante paparrucha. Evidentemente, este periodo histórico al que llamaremos Covidiásico tardío, no exige que nos convirtamos en unos expertos diferenciando los vectores que algunos laboratorios usan para encapsular la vacuna. Sospecho, sin embargo, que la sobreabundancia de información no acabó por hacernos más inteligentes sino más crédulos. Si bien la ciencia siempre ha tenido que abrirse paso ante la incredulidad y el dogmatismo desde tiempos de Galileo, ni la censura de la iglesia más radical en sus sueños más alocados habría imaginado un futuro en el que los científicos tienen que competir por la atención y voto de confianza del público frente a influencers, grupos de facebook y difusores de mentiras llanas, con y sin intereses malévolos de por medio.
Habrá que declararse incompetente en todas las materias del mercado, como diría Fito Páez, si le ponemos la misma etiqueta de “verdadero” a todo lo que venga del mismo sitio donde leemos sobre las etapas experimentales de la vacuna ARN mensajero y donde también nos enteramos del abogado que se puso un filtro de gatito. Claro que podemos culpar al gobierno. Y a los gobiernos, todos, en virtud de que la confusión no es exclusiva tricolor. No porque sean los responsables de que no revisemos la fuente de aseveraciones disparatadas antes de repartir whatsapps como si fuesen Sanjuditas en el metro Hidalgo, sino porque vaya que han abonado a que la confusión reine terriblemente en la atmósfera, en palabras de Rockdrigo.
Distingamos, para no caer en una discusión sorda de las que nos encantan, entre dos tipos de maneras en las que las organizaciones gubernamentales contribuyen a la confusión alusiva a la pandemia: una premeditada (de la que solo nos caben sospechas pero no tenemos certeza) y una involuntaria. En la primera, los gobiernos le comunican al ciudadano que se negocia la compra de una vacuna y, en efecto llega un cargamento pero luego no queda claro si le dejamos nuestro lugar en la fila al vecino, si no nos alcanzó para pagar la cuenta o si se traspapeló la orden de compra. Cabe arquear la ceja y, expertos en teorías conspiratorias, exponer en redes y en la mesa de la cocina que se oculta información de manera perversa.
Dado que no nos consta con fehaciencia (oh, si todo el mundo se preguntara si nos consta antes de tuitear) esta desinformación premeditada, dejémosla a un lado por el momento. La segunda, me temo, aunque puede estar libre de toda maldad es sin duda más terrible porque podría remediarse de manera relativamente sencilla. Comienza por entender que la democracia no es una avenida de un solo sentido y que se practica también entre una elección y la siguiente. Un sistema democrático no solo escucha todas las voces sino que se comunica con sus gobernados de la manera más clara posible. Desde luego que la pandemia expuso las costuras de un montón de gobiernos, y que hemos ido aprendiendo del virus y de cómo combatirlo con el tiempo. Pero la comunicación de políticas públicas es acaso igual de importante que el diseño y puesta en marcha de tales políticas. Rendir cuentas y explicar de la manera más clara posible el complejo proceso de hacer que la autoridad nacional apruebe una vacuna, negociar con el país o empresa productora, hacer cuanto sea necesario para asegurar una distribución sin contratiempos, crear un padrón de beneficiarios y tratar de que el oportunismo no se trague todas nuestras buenas intenciones es igual de primordial que todo el proceso que acaba usted de leer de un respiro. Luchar contra la inequidad y buscar aliviar la pobreza también tienen una dimensión cognitiva.
En estos tiempos donde las notas falsas, los embusteros y los especuladores del botón “me gusta” llueven sobre mojado, todo sistema democrático debería tener en la agenda comunicar a los más y a los menos afortunados de la comunidad qué tan cerca se está de una vacuna y por qué ponerse una mascarilla tiene sentido, incluso un año después de defender lo contrario. En días donde la información además de poder se comercia como el petróleo, informar no es un accesorio gubernamental sino un acto de justicia.
@elpepesanchez