Las calles de un montón de ciudades en Estados Unidos ayer, como diría Serrat, se vistieron de fiesta. Luego uno se pregunta por qué la curva del Covid parece más una escalera pero el montonal de personas —con y sin cubrebocas— que salieron a festejar como cuando se gana el mundial piensan que no era para menos. Una elección digna de este 2020 tan azaroso: rompió récord de participación de votantes y se definió no sólo en el segundo tiempo y lo que agregue el árbitro sino que, haciendo gala de esta era covidiosa, concluyó en una cámara lenta anticlimática y desesperante. Miles de mexicanos y ciudadanos de otras tantas latitudes descubrieron dónde están Georgia y Pensilvania mientras actualizaban frenéticamente el navegador de su teléfono, como si el resultado se escupiese más rápido mientras más se arrastra el pulgar en la pantalla.
Más allá del revuelo porque parece una elección presidencial consumada en el papel —aunque los días venideros todavía se pueden alocar de distintos modos—, el mundo festeja casi como unas elecciones propias. Indudablemente, Estados Unidos seguirá siendo un jugador central en la economía y política internacional, y el aleteo de una mariposa cerca del Obelisco en Washington puede provocar sabe Dios qué cosa en otro continente. Pero México empieza a entender, creo, que a veces le colgamos esperanzas a nuevos presidentes estadounidenses como si los problemas se resolvieran nada más con cambiar piezas de un solo lado. Claro que ayudará a México y al mundo una serie de años, como se esperan, de menor inestabilidad. Sí que hay una razón que acaso sea la mayor para festejar de este lado del muro que ya existía y a la vez nunca se empezó: el racismo y las expresiones de odio que se intensificaron y dejaron de usar máscara en los últimos años, al menos ya no serán aplaudidas y avivadas desde la presidencia.
Sin ánimos de arruinarle la fiesta a nadie, tal vez convenga hacer algunos apuntes con menos confeti. Como suele pasar en las películas de villanos terribles, el mal no se acaba derrotando al jefe maestro en la misión final. En una elección más histórica que otras, setenta y cuatro millones de ciudadanos estadounidenses votaron por un cambio de capitán. Pero setenta millones de ciudadanos, apenas unos puntos abajo del cincuenta por ciento del total, votaron por más de lo mismo.
Uno puede entender que la elección anterior quizá respondió en algún sentido al voto de apostarle a lo desconocido. Después de todo, el actual presidente jugó esa carta del hombre de negocios que no pertenecía a ese mundo de la política tan conocido y criticado. Pero después de cuatro años al mando, la sorpresa se disipó y casi la mitad del país pidió otros cuatro años más de esto.
Esa pantalla que todos hemos visto hasta el hartazgo desde el martes con un mapa pintándose únicamente de dos colores se me antoja una viñeta no sólo del Estados Unidos de estos tiempos, sino del mundo polarizado que nos hemos construido. Lo expone con mucha más vehemencia Pankaj Mishra en La edad de la ira, donde cita ejemplos como el Brexit y el encumbramiento de líderes radicales y populistas como reflejo de un mundo que, como si fuese programado por computadora, no admite más que una respuesta binaria: uno o cero, melón o sandía.
El encono, la polarización y los nervios de punta no son exclusivos de ningún país. Para muestra nuestro México que ve desgañitadas las gargantas de tuits y chats sordos donde nadie tiene la razón en una dialéctica de los mafiosos de siempre contra los crédulos de ahora. ¿Cómo se explica de otro modo que el Ejecutivo nacional dedique mañaneras enteras a desestimar, desmentir y cargar contra quienes no comparten la visión de nuestros días? Nos vemos atrapados en un péndulo social que no permite matices ni diálogos ni entendimiento alguno. El mundo entero celebra una elección presidencial pero sabe que sobre la mesa sigue ese rompecabezas indescifrable que se llama democracia con una letra “d” cada vez más minúscula. Cada vez más los partidos políticos representan menos y los ánimos se mantienen en estado de alerta, como si el tiempo se hubiese quedado atrapado en un pedazo del multiverso donde no hubo pandemia y donde lo que hay que hacer es distinguirnos en dos bandos como si eso aliviara un gramo los problemas de nuestras comunidades.
El mundo respira aliviado hoy, porque la cara electoral de la democracia parece seguir funcionando. Y aunque todavía hay un demonial de días entre hoy y el veinte de enero, la esperanza está puesta en ese pedazo de la democracia como las pinzas que, por ahora, cortan el cable rojo de ese polvo que se ha vuelto más explosivo en todo el mundo en los últimos años. México no tendrá atorado en la identidad un complejísimo problema de racismo sistémico en los mismos términos que Estados Unidos, pero aquí y en muchos otros lugares hay diferencias socioeconómicas agudísimas y grupos que se piensan irreconciliables. Cuando barramos las calles después de la fiesta, habrá que pensar en cómo remendar la máquina de la democracia para que siga siendo la institución que permite la pluralidad, admite las diferencias y resuelve en el resultado más conveniente para todos. Semejante idea.
Escritor