Hace diez años de la partida de Carlos Monsiváis. Y casi todo el mundo asegura que la ciudad se quedó sin cronistas. Los que lo conocieron, los que nunca lo han leído ni se han parado por el Estanquillo, y también para los que su nombre no evoca ninguna memoria. Tendrán razón todos quienes enfatizan el hueco que dejó su voz, pero pienso que el propio Monsi les rezongaría de algún modo que decirlo así es tan absurdamente obvio como decir que México se quedó sin su Pedro Infante desde su trágico fallecimiento.

Claro que la aspiración de convertirse en el nuevo Monsiváis es inútil, cuando menos. Uno debería aprender de su voz escrita sin empeñarse en inyectarle al teclado esa sabiduría pop que le era tan natural. Sin imitarlo, nos quedan sus letras. Como las recién publicadas por este diario en una entrevista con Héctor de Mauleón. En ella Monsiváis dice, así como si estuviera diciendo cualquier cosa, que en el entonces-ahora y siempre DF había una magia, una idea de que el orden era imposible. Y había que rendirse a esa idea si es que uno quería asirse a la ciudad de cualquier orilla y entenderla.

Se me antojan estos meses de dos mil veinte así. No nada más en la ciudad ni en México. Un caos desbordado que tiene relieves gigantescos porque ahora podemos leerlo todo y verlo todo en tiempo real. O casi todo, concediendo que el internet ha cambiado tanto en poco tiempo y que mucho de lo infinita que parece la barra de búsqueda tiene sesgos comerciales, oligopolios de información útil e inútil y barreras bien dibujadas.

De ahí que importe la crónica como género periodístico y literario, pero también como filtro y traductor del mundo. Buena parte de la nostalgia por la partida de una voz como la de Monsi radica en lo mucho que nos cuesta darle un orden a ese caos, entender un poquito de lo mucho que entendían esos cronistas, aunque lo negaran con elegante modestia.

Cómo no extrañar sus ojos que sintetizaban cantidades enormes de información que representan la cultura popular de este tiempo. Hoy que hay el mismo número de influencers que de influenciados. En este tiempo ingrato en el que nos quejamos de nuestros gobiernos pero les conferimos más importancia de la que tienen. Desde luego que encomendamos en ellos el monopolio de la violencia, montonal de objetivos colectivos y tanto dinero en recaudaciones, pero los hacemos creer que en serio son los dictantes de toda nuestra vida. Queremos que nos pongan un semáforo para salir a un restaurante, que aplanen la curva, que metan a todos esos inconscientes en su casa y salven la economía, cuando sabemos perfectamente cuándo sí y cuándo no salir de casa y dónde acaba su esfera de responsabilidad y comienza la propia.

En alguna parte de la entrevista a la que refiero se habla de la ironía más que el humor como color fundamental en la obra de Monsiváis. Él decía muy franco que su intención no era hacer reír sino reírse y compartir lo que veía como una situación grotesca que rayaba en lo divertido. Esa franqueza y un poco de sentido común nos falta ahora y nos tiene aturdidos incluso antes de la pandemia. ¿Cómo explicar si no así que nos ofenda que inviten y luego desinviten a un youtuber que hace videos pretendiendo que dirige un programa de noticias? Por qué buscamos la sensatez en esas voces emergentes para que nos digan lo que ya sabemos. No necesitamos que el propio Chumel Torres nos venga a decir que es un comediante y no un periodista. Somos nosotros quienes confundimos el rol que juegan en la vida pública. Es nuestro eco, aplauso y enojo el que los multiplica. Y luego se lo acaban creyendo, como diría Monsi de los poderosos. Claro que esas voces a las que atiborramos de Likes tienen una responsabilidad, pero la canjean a cada instante por otro millón de retuits. A eso se dedican y son parte de este tiempo. Intentar reformarlos o redimirlos de alguna manera no sólo es necio sino equivocado.

No comparto el pesimismo de quienes miran en la falta de nuevos Monsi una brújula social rota, aunque sí creo que incluso voces tan brillantes como la suya se tendrían que abrir paso a punta de codazos en la marejada de las redes sociales, las paparruchas, la producción de entretenimiento tan efímero como un video de internet. Pero hasta en el Zócalo atiborrado el Monsi -esa enciclopedia y protagonista de la cultura popular mexicana tan grande como para que se le recuerde como Monsi y no como Don Carlos- tenía un lugar especial y sí, nos prestaba sus lentes para ironizar sobre el absurdo y la tontería.

@elpepesanchez

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