Recién leí, en una entrevista a Jorge Drexler, una de esas frases suyas que encapsula con la simetría y profundidad de un haikú ideas muy densas: “Silvio [Rodríguez] nació y creció en un mundo de héroes. Y yo nací en uno en el que muy pronto nos dimos cuenta de que había que tener más cuidado que fe en los héroes”. Me pareció una de esas cosas que te pegan como ola porque parecen obvias cuando se leen pero uno nunca las había pensado así. Nuestro México es un ejemplo claro de ese pasado de héroes. No necesariamente de encontrarlos sino de vivir en la añoranza de que aparezca de entre la multitud quien haga justicia con la elegancia con la que el Santo enfrentaba el mal en sus películas.

Tenemos una tradición honda de crear personajes idealizados cargados de nuestras virtudes e inmunes a nuestros defectos. No somos los únicos, desde luego. Si nos bajamos los humos, veríamos que la búsqueda de héroes es tan vieja como el lenguaje. ¿Qué es la mitología sino una brújula hermosísima inventada por la humanidad para entender la vida en colectivo? Un artilugio complejo y abstracto para asumir que existe un uno y otro, y para tener en el horizonte lo que se espera de uno, aunque sea inalcanzable. Pero, como ha pasado con los mitos una y otra vez, nos toca creer otras leyendas.

La manera solemne en que pensamos en la Historia, con mayúscula, hace que nos cueste trabajo pensar que, durante nuestros días, suceden cambios de gran calado. Pero nuestro tiempo, como cualquier otro, tiene su buena dosis de interés y, acaso sea porque somos personajes y no escenografía de este momento, los cambios graduales pero nada minúsculos pasan desapercibidos. En todas direcciones, claro, y como decían los Beatles, algunos para siempre y no para bien. Me rehúso, pese a ello, a dejar que maravillarme por el tiempo absolutamente increíble en que equipos de humanos desarrollaron en un tiempo inverosímil una vacuna para un virus, utilizando ciencia tan lógicamente bella como guardar en un estuche de otro virus la receta que combate al nuevo enemigo en el cuerpo. Hay más: con vaivenes y retrocesos, en Latinoamérica y el mundo se reconocen derechos a las mujeres que resulta ofensivo pensar que tardamos tanto en pelear por su libertad de decidir y hacer lo que venga en gana con su cuerpo. Y aunque nos esté tomando mucho tiempo, eventualmente dejaremos de empecinarnos en buscar héroes en un tiempo donde ya n hay, si es que alguna vez los hubo.

No será un cambio abrupto ni inmediato, pero ya dejaremos de asignarle la culpa entera sobre el devenir del país a un individuo, por más alto sea el encargo que le conferimos, como también dejaremos de apuntar con el dedo a quienes cambian de colores los semáforos de la pandemia, defienden y menosprecian al cubrebocas. Así como buscamos héroes, somos muy buenos para pensar en el mal como un archienemigo con nombre y apellido. Pero no seremos en vano la generación que creó, transmitió y acumuló más información que en todo el resto de la historia. No nos van a recordar nada más por los gifs de gatitos haciendo cosas de lo más variado. Más tarde que temprano entenderemos que los tiempos donde el líder carismático que dibujó de cuerpo entero Weber suenan ya tan viejos como el más miserable refrán machista. Buscaremos soluciones en equipos de personas a las que no les asignemos la tarea imposible de ser perfectos todo el tiempo, sino que los vestiremos de otros inventos sociales: instituciones y reglas que, como lo han hecho antes, apunten a una vida colectiva más pareja.

Mientras, seguiremos viendo a los líderes aferrados a un tiempo que no es el suyo, utilizando el megáfono del populismo y la demagogia para convencer a los pocos incautos que todavía se duerman con esos cuentos de hadas. Lo recalcitrante de la personalidad de estos individuos que se asumen como héroes es muestra misma de su desesperación por hacernos creer en un acto que ya no entretiene a nadie. Son las patadas de ahogado de un pasado en el que todavía vivimos y del que nos cuesta sacudirnos del plumaje. Vivimos en el tiempo que puede hacer crujir a estos líderes estridentes y cuadrados, de una visión estrecha que solo tiene sentido en ese traje tan apretado de héroe que solo ellos entienden. Una capa donde no caben los matices del ser humano y muchísimo menos la complejidad de la realidad social que hemos construido, que no deja de moverse y que siempre requiere ajustes.

Claro que lograr ese crujido histórico y temporal va a tomar su tiempo y mucha cabeza de parte nuestra. Como en algunas de las mejores historias, el héroe no es un solo individuo y mucho menos un hombre, sino esa maquinaria colectiva de imaginar una vida juntos llena de ciencia y arte y chiles en nogada. Seremos todos héroes, como gritaba David Bowie, o nos organizaremos en redes horizontales e hipnóticas como telarañas. Tampoco es que prescindiremos de colegas que dirijan equipos y guíen nuestras expediciones hacia el futuro brillante que tenemos delante, pero no les haremos la mala obra de encasillarlos en el papel imposible de la heroína que no serán.

La canción como la entendíamos ha cambiado mucho, explica Drexler. Las viejas formas de estrofas con rima cruzada se tropiezan con las nuevas tonadas del urbano que tiran versos en todas direcciones con la potencia del río que desborda las zanjas de la métrica clásica. El mundo cambia, y lo cambiamos nosotros, que no nos quepa duda de ello. El truco está en montarse en esa corriente de cambio que estamos construyendo, y dejar a esos héroes auto asumidos como ruinas de un tiempo que ya pasó.

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