Los primeros días del año suelen transcurrir en esa cámara lenta donde el tiempo mismo se despereza y uno tiene que hacerse a la idea de que la vida no es un recalentado infinito. Claro que éste no es un año nuevo como cualquier otro. Como especie, deseamos más que antes que se agotara el calendario. Semejante ocurrencia puramente humana: nos inventamos el tiempo y los relojes. Luego nos regodeamos de construir máquinas que miden con la más aguda precisión horas, minutos y segundos. Todas ellas unidades harto arbitrarias. Porque a nadie sino a los humanos le importa si es cuarto para las once o si el despertador suena a las siete y diez. Al universo le tiene sin cuidado que doblen las campanas de la catedral que usted mande, pero a nosotros nos invadió una urgencia por marcar el fin de un año fatídico. Totalmente comprensible, aunque no menos extravagante como idea.

Pareciera que le amarramos toda la desgracia a un cohete con la inscripción 2020 en el lomo y lo lanzamos al agujero negro más cercano. Como si nuestros pesares perdieran fuerza ante la luz del calendario de pared que muestra los recuadros de enero bajo la foto de unos gatitos persa muy simpáticos. Somos, de perdida, menos ingenuos de lo que fuimos hace un año. A lo mejor persiste en gran parte de nosotros la necedad de no usar mascarillas, de aprovechar los vuelos a buen precio, aunque el mundo se esté hundiendo, de hacer de cuenta que no pasa nada porque de algo se ha de morir uno. ¿De qué manera nos van a entender cien años en el futuro, si al tiempo apurábamos a los científicos a desarrollar una vacuna y jurábamos que tenía chips diminutos que le reportarían a Google nuestro conteo de glóbulos rojos?

La contradicción nos define, no sólo en lo que pensamos sino también en cómo reaccionamos ante el infortunio. Apenas comenzaron a distribuir dosis heladísimas con frasquitos de esperanza y nuestros peores ejemplares ya habían torcido las maneras para hacer de la trampa y la corrupción la institución más consistente de la humanidad. Porque anotar a toda la familia en la lista de primeros vacunados quitándole el lugar al personal médico que se jugó el pellejo un día sí y otro también es algo que disgusta, pero no sorprende en nuestro país y nuestro mundo. No se dice a menudo, pero el número de fallecimientos con el sistema de salud que tiene México sería mucho mayor si se hiciera un pronóstico objetivo basado en la capacidad declarada del sistema. Porque es imposible anotar en una hoja de cálculo las maneras milagrosas en que el personal de salud en el país le arrebata suspiros a la muerte desde tiempos anteriores al covid (con minúscula intencional, porque no merece más brillo).

Mientras unos le apartan el lugar a sus allegados en la cola de la vacunación en el más despreciable sálvese quien pueda, otros no dejan de sorprender poniéndose la n95 por enésima vez y sacando fuerza de quién sabe dónde para hacer que sus coterráneos crucen el umbral del año nuevo.

Por eso pienso que, a lo mejor, no conviene del todo arrancar la página del 2020. Porque fue un partido que perdimos por goliza, en el que entendimos muy tarde -si es que ya lo entendimos- que sólo actuando juntos saldremos de ésta. Y que hasta en esa maniobra de emergencia se esconde una contradicción de una belleza rara, casi poética. La encomienda era y sigue siendo costosísima, aunque lo es más para muchos. Para quienes el trabajo implica salir y vivir al día no hubo concesiones y no cupo en los vagones atiborrados del metro espacio para un poco más de gel desinfectante. El resto tuvo la fortuna gigante de trabajar desde casa, pero también pagó su precio. Fue un año de cubrirnos el rostro, la sonrisa y la pena, de no visitar a aquéllos cuyo cariño es directamente proporcional a la distancia que nos separa, de dejar de abrazar a los más desconsolados en esos momentos donde nada tiene sentido y ninguna frase ocupa el hueco del silencio con propiedad.

Apagamos solos las velas de cumpleaños y rosarios y nos limitamos al mundo que nos mostraba la pantalla de la computadora.

Claro que todavía queda un segundo tiempo complicadísimo por delante. Espero que no nos duerma el cuento de hadas de una vacuna que caiga como rocío en la primavera y nos haga inmunes en una sola exhibición. Quizás sea el trecho más difícil, porque pareciera que el año nuevo viene sin una carga de pesadumbre, aunque no hay lógica alguna que justifique ese optimismo. Y porque en la espera de esa vacuna podemos flaquear en el rigor con el que cuidamos los contornos de nuestras burbujas sociales y mantenemos la careta bien puesta. Todavía no podemos descorchar botellas de caguama mientras despedimos al virus maldiciéndolo hasta la eternidad. Perdimos tanto en un tiempo relativamente breve que difícilmente dimensionaremos el hueco del meteorito que nos golpeó ese invierno apocalíptico.

Pese a todo, nos queda una última carta bajo la manga como humanos. Una última contradicción minuciosamente construida. Hemos andado el método científico tan vehementes que nadie creería que podemos detectar tantos bienes y males con la precisión de un colibrí. Y estos mismos humanos científicos nos inventamos la esperanza para poder ir a dormir sin que el temblor de los dientes nos despierte. No olvidemos ese año terrible donde comenzamos a entender la pérdida desde el primo de un vecino hasta que todo estuvo espantosamente cerca que perdimos a algunos de nuestros más entrañables compañeros de camino. Todavía no podemos arrancarnos la mascarilla y hacer toneladas de tortillas para celebrar que estamos vivos. Estamos en el momento agridulce de lamernos las heridas, de replegarnos para seguir existiendo. Pero ya habrá un mañana donde podamos sentarnos cerca de nuevo y presumamos el 2020 como una herida de guerra a la que supimos plantar cara.

@elpepesanchez 

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