Sucede todo el tiempo, pero recientemente dos sucesos remarcan la relación extrañísima que, como humanos, sostenemos con otros humanos que se han vuelto célebres por cualquier circunstancia. Basta con arrastrar el pulgar por cualquier red social para encontrar personas muy aliviadas por la conclusión favorable del juicio entre Johnny Depp y Amber Heard. Probablemente muy poca gente se dio a la tarea de seguir minuciosamente el tortuoso juicio, y casi nadie sabe todos los detalles que desdibujan a ambas celebridades de sus roles de víctima y victimario. Sin embargo, existe esta nube inmensa de simpatía por un evento personalísimo de una persona que muy probablemente nunca reparará en nuestra existencia.

Ejemplos hay tantos como celebridades. Me ha bastado una mañana para dimensionar el grado de coraje y devastación emocional que ha causado la supuesta infidelidad que está provocando la ruptura de Shakira y Gerard Piqué. Claro que cualquiera puede asomarse a sus perfiles y escribir un mensaje emotivo tapizado de emojis y empatía, o uno colérico maldiciendo a todo un género traicionero y canalla. Lo cierto es que, aunque en términos generales Shakira y Piqué saben quién de los dos ha sido etiquetado como villano o víctima, muy probablemente nunca sepan de esa persona que ha seguido a Shakira desde que cantaba con su guitarra en mano y ahora está inconsolable con la separación.

Sobra citar más ejemplos, pero se me inunda el tintero de casos similares: la celebración en el Ángel cuando Lenoardo DiCaprio finalmente recibió un Oscar y cada que Isabel II se resfría. El término que la psicología ha puesto a un fenómeno tan particular es el de relaciones parasociales. Se trata de la ilusión de que una relación emocional entre el público y un personaje célebre es recíproca, cuando en realidad es unidireccional. En términos más simples, perfectamente puedo yo pensar que me cae muy bien Sandra Bullock pero eso no significa que yo le caiga bien o que, por alguna razón azarosa se entere de que estoy sentado frente al teclado anotando su nombre.

No es un término nuevo, pero las redes sociales se han encargado de amplificar el fenómeno de relaciones parasociales. La razón es simple: ahora sabemos mucho más de las figuras mediáticas que antes porque podemos meter nuestras narices en sus actividades más privadas. De eso se tratan, de hecho, casi todas las redes sociales: saber qué comen, cómo bajan de peso, qué perros tienen, cómo guardan sus calcetines.

Una vez que dediqué dos terceras partes de esta nota en la introducción, me dirijo sin apuro al punto central: aunque los humanos de este tiempo estemos inundados de información sobre celebridades, sería tremendamente útil poner a las figuras políticas fuera de ese cajón de la farándula. Son figuras mediáticas por razones completamente distintas a las de cualquier influencer, futbolista o cantante. Y porque debieran importarnos un montón de detalles de su desempeño profesional antes de los recovecos de su vida privada.

Como en el escenario anterior, ejemplos hay un montón. Recientemente se viralizó el video de Felipe Calderón saltando a una alberca abrazado al Checo Pérez. Poco después otro video en el que un hombre que supuestamente era el expresidente bailaba animadamente en un club. Antes de la pregunta que rondaba las redes ¿sí era Calderón?, acaso podríamos hacernos una pregunta más básica ¿a quién le importa si era o no?

Sucede igual con las personas que cumplen actualmente con un encargo público. Estamos más pendientes de qué hacen en su tiempo libre que reparamos poco en qué están haciendo en las horas de trabajo donde representan a la población mexicana y atienden problemas públicos. Desde luego que es relevante para el público si el estilo de vida de una persona en la política nacional cambia drásticamente y adquiere propiedades que requerirían dos vidas de salario rasguñar el enganche, pero ése es el ejercicio democrático de rendición de cuentas, transparencia y la aplicación uniforme del Estado de Derecho. No confundamos la justicia con el chisme.

Sospecho que al convertir nuestra relación de gobernantes-gobernadas en una parasocial y no en una de responsabilidad cívica y democrática perdemos el foco de por qué necesitamos un gobierno. Quizá radique también ahí el reciente desprecio en el mundo a la ciencia y particularmente al conocimiento de cómo tomar mejores decisiones de política pública. Porque es mucho más cómodo quedarnos en el nivel de discusión del meme que tratar de identificar de qué manera enfrentan los problemas públicos locales las y los mandatarios que hemos elegido para hacerlo. Es harto más divertido y fácil pensar en gobernantes e integrantes del poder legislativo como si fuesen parte de la farándula (aunque hay, efectiva y tristemente, integrantes de la farándula mexicana ejerciendo funciones legislativas).

Probablemente no le haga daño a nadie que uno teja una relación parasocial con la artista que llena estadios este año, pero mirar con el mismo lente y seriedad a quienes hemos elegido para representarnos y tomar decisiones públicas sí degrada la ya muy desgastada maquinaria democrática en la que nos movemos hacia quién sabe dónde. Pese a todo, la esperanza nunca muere para quien piensa que, algún día y por alguna broma del destino, Sandra Bullock se siente un domingo cualquiera y piense en lo muy bien que le caemos.

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