El tiempo me parece, sobre todo últimamente, uno de los inventos más caprichosos de la humanidad. Irónicamente, aunque la metrología avanza hacia una perfección que parece incomprensible, donde construimos máquinas que más certeramente pueden contar los segundos y los minutos sin retrasarse, en lo cotidiano la realidad hizo confeti nuestros calendarios. Se nos hace tarde para encontrar una vacuna que nos despierte de un mal sueño. Y adelantamos tanto nuestras contadas alegrías que lo mismo encuentra uno a destiempo un pan de muerto que una rosca de reyes en pleno septiembre.
Aunque es un lujo incosteable ponerse a pensar en lo mucho que la pandemia ha transformado en nosotros -tal vez para siempre- me vi recientemente la cara de pasmo después de una video conferencia. Se desconectó todo el mundo y me quedé solo viendo mi reflejo, pensando lo mal que se nos da despedirnos. ¿No le ha pasado que está terminando una llamada virtual y repite los cuídate mucho y agita la mano hastaprontamente para luego pasar unos segundos incomodísimos en lo que todos encontramos el botón para salirse de la conversación? Nos miramos oprimir botones en un silencio incómodo en el que ya no se dice nada porque ya hasta nos despedimos. Qué tiempos aquéllos donde uno terminaba una reunión enfilando los pasos hacia otro lado.
Se me antoja esta deformación de las despedidas apenas una muestra de los símbolos que la pandemia nos ha arrebatado sin miramientos. El mundo no se detuvo, y nuestro sueño de aplanar la curva se nos marchitó en la almohada. Uno lee con cierta admiración cómo sucedieron esos tiempos definitorios, donde las sociedades se alzaron después de atravesar crisis complicadísimas. Lo que no logran transmitir esas historias es que esos días trascendentales que supongo atravesamos son muchos y todos parecen lunes. Los humanos de estos días, azorados, bromeamos sobre esas cosas triviales que se deformaron, como los partidos de futbol, los conciertos en línea. Nos sabe mal no poder saludarnos con un abrazo y, por mucha imaginación que tengamos, no hay codazo que remplace un beso bien dado.
Los tiempos pandémicos, sin embargo, se están llevando también rituales que simplemente desaparecieron en esta nueva normalidad que no se le ve el parecido con la anterior por ningún lado ni deja de ser incómoda. En el lejano A.C. (Antes del Covid), la pena por la muerte de alguien querido era sucedida por un duelo denso y una ceremonia en la que uno nunca sabe bien qué tiene que hacer. Y a lo mejor en otro momento nos sentaremos con calma a repensar las ceremonias luctuosas, pero hasta ahora entendíamos que hay ausencias tan potentes que no se tiene que saber qué hacer. Sólo se tiene que estar ahí, aguantando el golpe juntos. La pandemia nos arrebató hasta ese ritual de acompañar a quien odia más que nadie despedirse en ese momento y para siempre. Lo más ingrato de estos días es encarar esas pérdidas solos, hacer fila en los crematorios para obtener un turno, pelearse con los hospitales para reclamar el cuerpo de nuestros familiares. No hay misas ni ceremonias de réquiem de ningún tipo, velamos nuestras tristezas en casas, a la vieja usanza, porque también están cerradas las funerarias. Es mucho más incómodo el cubrebocas cuando no tenemos holas en la boca sino pésames.
Esta nota, pese a todo, no es un arrebato de pena y nada más. Con humildad y profunda solidaridad, la dejo aquí como luz prendida en el velatorio. Que encuentren todas esas familias que no pudieron
reunirse ni velar a sus difuntos ni hacer misas en su nombre un remanso de esa impotencia por no poder hacer algo que detestan pero que, de algún modo, es un ciclo y un ritual que nos importa muchísimo.
Desdibuje esta fila de renglones y traiga sus coronas, cuente sus anécdotas, deje de sentirse culpable por no poder viajar a estar unidos con quienes están más cerca de esas pérdidas. Nos sale muy mal despedirnos cuando lo hacemos a la fuerza, cuando tercamente creemos que nos quedaban al menos un par de veranos menos espantosos que éste. Pero dejemos, también, que sea nuestra astucia humana la que nos saque a flote. No permita que la maldita pandemia le arrebate una despedida sentida, brillante y cariñosa. El hecho de que nos salga mal despedirnos no significa que vayamos a cederle al virus nuestros rituales así, sin más. Porque en esas ceremonias fúnebres entendemos el filo de nuestra propia humanidad y nos sabemos afortunados por seguir en este plano y por haber conocido a quienes se fueron. Lo decía con más propiedad Leonard Cohen:
Claro, muchos amaron antes que nosotros, sé que lo nuestro no es nuevo
En la ciudad y el bosque sonrieron como tú y yo
Pero ahora se trata de distancia y los dos debemos intentar
Tus ojos, suaves, con tristeza
Hey, ésa no es manera de decir adiós
@elpepesanchez