A todo se acostumbra uno, dicen. Sospecho que en la Ciudad de México unos varios millones de humanos difieren de este viejo mantra. Aunque los memes alusivos a los temblores son casi tan veloces como la alerta sísmica, la zozobra y el miedo que producen no mengua, por mucho que nos mentalicemos a que septiembre es un mes raro.
Pienso en toda esa estática que se pasea por nuestras neuronas nerviosas y atribuladas, sobre todo después de que tiembla. Tratamos de encontrarle cuadratura al mundo. Explicarnos por qué suceden las cosas nos hace sentir más seguros de la realidad que pisamos. Tratamos de encenderle la luz a todo eso que ignoramos para que la vida sea menos impredecible. Será acaso la proeza más antigua y ambiciosa de la humanidad, encontrarle a todo su porqué. No en balde son las universidades algunos de nuestros aparatos sociales más antiguos, quizá precedidos por otros que intentan explicar el mundo y lo que le sigue al mundo, como son las iglesias. Cuando la explicación no es evidente ni concreta, no nos queda más remedio que abandonarnos a la superstición y el esoterismo. Claro que esto no es un juicio de valor sobre nadie: somos criaturas narrativas. Hay una belleza profunda en esa naturaleza dicotómica humana: nos inventamos el método científico para responder con precisión a las preguntas de por qué la realidad se desenrolla de esa manera, y contamos la historia más detallada de todo eso que no podemos explicar con la ciencia.
Son tiempos indudablemente raros. Tenemos diariamente postales cósmicas que nos manda el Telescopio Webb y cada vez sabemos un pedacito más sobre cómo funciona todo eso que hay más allá de nuestra atmósfera. Al mismo tiempo, nos impacienta no poder predecir un sismo, no poder reducir los incendios forestales, evitar que el mundo se funda un grado centígrado a la vez. Mientras más grande es el fenómeno que nos sacude, más energía creativa le invertimos a una explicación que sustituya el no poder llenar los huecos de nuestro conocimiento. Ahí radica la fuerza de las teorías de la conspiración: utilizan la energía del choque y el miedo para diseminar información que, en cualquier otra circunstancia, sería descartada de inmediato.
Lo cierto es que la ciencia no siempre responde como quisiéramos. Difícilmente el progreso científico conduce a esos productos concretos y entendibles que asimilamos con facilidad: “comer chocolate te hace más inteligente”. Aunque haya evidencia sobrada para asumir que los temblores ocurren de manera aleatoria, preferimos pensar que tiembla más en septiembre y que probablemente el multiverso se burla de nosotros moviendo las placas tectónicas el mismo día cada ano. Todavía masticando bolillo, pero más calmados, podríamos pensar en lo difícil que sería hacer coincidir tales fenómenos geológicos con un calendario que nos inventamos nosotros, que ha sufrido ajustes y que no es tan preciso como para considerar cosas reales como la reducción en la velocidad de rotación de la Tierra. Cuesta trabajo pensar que los temblores se ciñen al calendario gregoriano. Ni siquiera ha sido cada año, solo para seguir discutiendo en ese callejón sin salida.
También resulta complejo pensar en otras explicaciones más excéntricas, por llamarles de algún modo. Difícilmente las placas tectónicas consideran nuestros simulacros de sismo como una provocación o un llamado a que tiemble. Dudo mucho que me hayan visto no correr, no empujar y no gritar en aquel tercer piso de salones de primaria y hayan considerado que juntamos vibra suficiente para que ameritara un temblor. Aquí es donde esas teorías disparatadas hacen un poco de daño. Solo discutir si debemos dejar de organizar simulacros para saber cómo actuar por la sospecha de que estamos llamando la catástrofe es un despropósito en sí mismo.
Finalmente, están las teorías más radicales sobre acciones humanas que provocan tempestades. La más sonada es, tal vez, la de Programa de Investigación de Aurora Activa de Alta Frecuencia o H.A.A.R.P., por sus siglas en inglés. Se trata de un proyecto financiado por la Fuerza Aérea de Estados Unidos y la Universidad de Alaska. Su propósito era investigar el comportamiento de la ionósfera terrestre e identificar adelantos tecnológicos de radio comunicación basados en dicho análisis. El programa fue clausurado en la década de 2010 y ha sido el núcleo de una serie vasta de conjeturas sobre su potencial para provocar inundaciones, huracanes, sequías y terremotos. Consultando con cualquier especialista podríamos hacernos una idea de la cantidad de energía necesaria para provocar el movimiento de las placas tectónicas a nuestro antojo. Y poniéndonos las mangas de contador nos daríamos cuenta de que el beneficio de causar semejante desastre -de haber algún beneficio para alguien en absoluto- es considerablemente menor que la cantidad de energía requerida para realizarlo.
Irónicamente, cuando el mundo que se muestra frente a nosotros es desconocido, con frecuencia nos construimos explicaciones que, lejos de tranquilizarnos, producen más ansiedad. Hay algo en ese filo peligroso de lo desconocido que nos atrae como un magneto y nos empuja más al nerviosismo. Será parte de nuestra naturaleza humana acostumbrada a sobrevivir así sea contándonos historias de terror. No lo sé de cierto, y no pienso sugerir una sola sílaba para explicarlo.
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