Recientemente, dos de las naves no tripuladas que se han enviado al espacio alunizaron chueco. El robot nave Odysseus alunizó hace un puñadito de días un poco inclinado, y todavía unas semanas antes de eso el Smart Lander alunizó de cabeza. Tiene su ciencia caer de pie en la Luna. No se trata de un mero descuido de control remoto, pero dejando de lado las particularidades científicas de esos alunizajes, se me antojan estos hechos una metáfora de nuestra brújula rota en la política mundial, no sólo mexicana.
Si bien nuestra generación no podría asumirse la responsable de convertir la política en un reality show, nuestro uso de las redes sociales y consumo de información han llevado al extremo esta manera de tratar las decisiones colectivas ante problemas públicos como un espectáculo. De ahí que las campañas de candidatos a puestos de elección popular en todo el mundo se sustenten en el comentario explosivo, el chisme, la descalificación del contrario más ingeniosa en vez de proponer una idea sensata de cómo tratar las sequías, la violencia incontenible, la perpetuación de la inequidad, el incremento del nivel del mar.
Igual que las naves que enviamos al espacio, quienes consideran que nos representan y aspiran a cargos públicos han perdido el norte respecto de lo que en el pasado representaba las diferencias entre una candidata o partido y otro. Insisto, México no es el único lugar donde se nos apagó el GPS ideológico. Quién sabe dónde quedó la izquierda y por qué asume posiciones tan conservadoras que, coincidentemente, puedan amasar unos votos más por aquí y por allá. La desesperanza e impotencia en distintos lugares en Sudamérica resultó en una aclamación insólita por líderes a quienes no les tiembla la mano para pasar por alto instituciones, convenciones y derechos fundamentales. Cuando la política pública premia la eficiencia en dar un resultado en concreto, parece que nos importa poco si se consigue aplastando otros valores públicos sobre los que construimos la idea misma de nosotros como civilización.
Acaso esta comunicación de una vía en la que las voces de la política en el mundo nos sirven la posverdad en la que creen que estamos interesados pueda funcionar como los algoritmos de Tiktok o Facebook. No podríamos ser tan ingenuos de considerar que un partido político base su campaña en insultar de mejor manera al otro bando sin que hubiese un like de por medio. Cada que hacemos clic en esos tuits y esos links que nos comparten en WhatsApp alimentamos esa creencia de que lo que nos interesa es ese nivel cero de debate y consenso. Habría que repensar nuestro papel en la democracia entrenando al algoritmo de información política, resistiendo la tentación de quién le dijo más veces mentirosa a la otra persona y chutándonos el video donde se explica quién propone qué cosa para resolver la crisis de vivienda, para enfrentar el día cero de agua. Claro que la honestidad es fundamental, pero cuando se nos empañan los lentes de esa posverdad en donde todos acusan a todos y nada importa más que saber quién ha sido más canalla, inevitablemente vamos a aterrizar de cabeza en todas las dimensiones de la vida colectiv, aunque no le demos Me Gusta.