Vivir en la era de la información tendrá lo suyo de deslumbrante y de inalámbrico, pero asoma una de las paradojas que, pienso, terminarán por definirnos como los humanos de este tiempo. Con frecuencia, se suele pensar en las redes digitales y la innovación tecnológica como una biblioteca que se expande cada segundo como el universo mismo. No es ninguna mentira: la producción de notas periodísticas, lanzamientos de canciones, publicación de libros, fotos, videos supera abrumadoramente nuestra capacidad para consumirlos. Lo que antes sólo se podía conocer por la televisión, el radio, el periódico y la enciclopedia hoy se puede consultar elevado a centésima potencia con el más modesto de nuestros teléfonos.
Sin embargo, como dirían Sabina y Galileo, no somos precisamente más inteligentes, no sabemos más. Esto es una generalización que puede resultar incómoda, así que vale la pena precisar. En este tiempo donde la información fluye poco más rápido que el viento, se ha puesto de moda creer más que saber. Creímos que el pasado fue terrible porque existía un oligopolio sobre los medios masivos de comunicación. Ésa fue una de las promesas de internet: romper esa élite y poner el altavoz y reflectores al alcance de cualquiera. Democratizar la comunicación. Pocos se opondrían a tan noble empeño, pero el efecto inadvertido de que ahora haya miles de sitios de noticias en vez de uno, de que pueda tuitear uno como dictando misa una maraña de mentiras y verdades a medias es acaso igual de terrible que el pasado del que creíamos escapar.
Ahora que hay tantas posibilidades de medios y noticias, la verdad se ha vuelto un menú de opciones. Y La Verdad, con mayúscula -si es que todavía existe- se ha convertido en una cosa harto inconveniente. Para muestra, un ejemplo ocurrido hace apenas unos días: la polémica del manuscrito sobre el enfoque cuasi-experimental para analizar el efecto del tratamiento con ivermectina en el número de hospitalizaciones por Covid en México. Como toda nota de la agenda pública, el tema se ha polarizado a un extremo que lo vuelve difícil de entender sin caer en extremos ridículos. Se ha discutido ya en otras notas sobre las implicaciones éticas y el potencial conflicto de interés que dicho manuscrito asoma. El asunto ejemplifica de manera casi perfecta la paradoja de la era digital. El manuscrito con el análisis cuasi-experimental en cuestión fue subido a la plataforma SocArxiv. Se trata de un repositorio digital creado para que científicos sociales de todo el mundo compartan investigación en progreso, borradores de manuscritos y bases de datos o archivos de trabajo relativos a su investigación. Aunque sin duda es un esfuerzo increíble para crear una comunidad académica más colaborativa y transparente, la plataforma SocArxiv no es un sello automático de que, lo que se publica ahí es ciencia. Porque la manera en que entendemos el progreso científico en estos días requiere de un consenso mínimo de la comunidad científica. Esto no es una idea nueva. Thomas Kuhn y el concepto de paradigmas son la base de esta idea de crear conocimiento. En términos simples, uno hace investigación sobre cualquier tema y documenta en un manuscrito ese trabajo. El paso siguiente es someterlo a una revista científica donde un comité editorial encomienda la dictaminación del artículo a, al menos, dos expertos en el tema. Esa dupla, que revisa el manuscrito sin conocer el nombre de quien lo escribió, revisa meticulosamente las premisas del trabajo, el método con el que se analiza la pregunta a responder, las posibles limitaciones del estudio y su interpretación. Esta revisión toma su tiempo y puede involucrar varias rondas de retrabajar el manuscrito o incluso su rechazo si la comunidad científica, representada por este equipo de dictaminadoras, no considera que cumple con la rigurosidad científica mínima para considerarla una contribución al campo que corresponda.
Fuera de la comunidad académica, se sabe muy poco de esta manera en que nos aseguramos como humanos de que haya cierto consenso y al menos una pizca de sistematización cuando tratamos de responder interrogantes tan importantes como qué sustancias ayudan a reducir las hospitalizaciones provocadas por la pandemia. No es difícil entender que SocArxiv es un paso intermedio entre terminar un manuscrito científico y recibir un dictamen aprobatorio que conduce a la publicación del mismo como un artículo avalado por la comunidad científica. Sin embargo, esta era en la que navegamos un mar revuelto de excesiva información lo revuelve todo. De ahí que se confunda la gimnasia con la magnesia. Una cosa es un repositorio donde una investigadora sube solitariamente su progreso para compartir un trabajo en curso, recibir retroalimentación y, quizá, colaborar con otras personas interesadas en el tema. Otra cosa es una revista académica a la que la comunidad científica ha investido de legitimidad que sigue un proceso de dictaminación para garantizar el rigor científico. Pero en estos días donde vale más decir “lo leí por ahí”, “déjame te comparto una liga que dice lo contrario a lo que estás diciendo”, o “más a mi favor, ahorita te busco un lugar donde dice exactamente lo opuesto”, la verdad se ha convertido en un elemento inconveniente. La verdad, esa idea de lo que tratamos de atenazar del mundo. Ese pedacito de certidumbre en una nebulosa de cosas que no acabamos de comprender, ese tratar de replicar un suceso para inventarnos unas leyes que aplican a toda la materia y la antimateria. Esa verdad es tan inconveniente y poco atractiva como el proceso que sigue un manuscrito antes de convertirse en artículo científico. Hay otras muchas verdades colgadas en internet, como si uno llevara un cuaderno con apuntes disparatados y lo metiera entre la letra C y la E de la colección enciclopédica de la biblioteca pública.