En 2009, la economista Elinor Ostrom recibió el premio Nobel de Economía por sus contribuciones a la gobernanza económica. Más precisamente, Ostrom publicó un libro sobre la manera en que humanos comunes y corrientes sin alguna investidura política podían organizarse, crear reglas y administrar recursos colectivos. Estas ideas fueron una respuesta casi directa a la profecía de Hardin, quien aseguraba que los comunes -mejor dicho, los bienes comunes- están destinados a la tragedia. El pesimismo de Hardin puede entenderse con un ejemplo simple: supongamos que hay un lago donde se pesca bien. El lago no le pertenece a una persona o familia, sino a la comunidad que vive a sus orillas. Si cada pescadora busca su máximo beneficio individual, obtendrá el mejor resultado para sí misma, pero en colectivo terminarán todas las personas por evitar que la población acuática se recupere. La tragedia ser cumpliría con todo el mundo buscando el máximo beneficio personal, acabando permanentemente con la riqueza del lago.
Elinor Ostrom proponía una salida a dicha tragedia: gobernar colectivamente los viene comunes mediante reglas claras orientadas al bien sostenido y colectivo. Todavía más, estas instituciones colectivas de las que habla Ostrom descansan sobre un cimiento fundamental: la reciprocidad y la presión colectiva. Dicho de otro modo, la única manera en que una comunidad pueda fijar reglas para administrar un bien colectivo y el sistema funcione es cuando lo que se espera de cada uno es claro, todo el mundo se conoce y el escarnio de la comunidad a quien se desvíe de estas reglas les da la fuerza necesaria para hacer que ese bien común sobreviva.
Casi como ejemplo de libro de texto es como pinta, tristemente, el Valle de Guadalupe en la Ensenada, Baja California. Se trata del lugar donde México produce sus mejores vinos. Más allá de que tú o yo le agarremos el gusto al pinot noir, al Valle de Guadalupe -como a esos vinos complejos- le ha tomado su tiempo convertirse en ese insospechado lugar en México donde trabajar el campo significa crecer uvas y embotellar un líquido capaz de ponerse en la misma mesa que los mejores vinos del mundo.
Lo interesante y más complicado de los bienes colectivos es que no tienen que ser exclusivamente palpables y concretos como los peces en un lago. El Valle de Guadalupe es, además de una región vitivinícola, un concepto. Se trata de esta idea muy mexicana pero, sobre todo, humana, de preguntarse ¿y por qué no? El Valle es un caso de éxito a nivel agrícola, económico y cultural. Es parte de nuestro patrimonio, insisto, aunque pases de tomar vino. El problema es que esta idea y concepto del Valle despertó ímpetus de negocio que capitalizaron el concepto y comenzaron a explotarlo de maneras muy distintas a las que uno asocia con crecer vides y producir vino. Recientemente, empresas ajenas al Valle y a la industria vitivinícola desarrollaron foros de conciertos, bares y clubes nocturnos sobre ese suelo cuyas características y posición en el globo permite que crezcan uvas mexicanas interesantes.
El Valle entendido como un bien colectivo, está siendo sobreexplotado no solamente en lo más concreto, que es el uso de la tierra. Intereses más peregrinos y ajenos al Valle aprovechan el bien colectivo que es el concepto del Valle: esa idea distinta de un lugar campirano y disfrutable. El problema es que, como lo profetizaba Hardin, los bienes colectivos -incluso los inmateriales- no son infinitos. Emplear secciones del Valle para eventos masivos y entretenimiento nocturno que perfectamente se encuentra en cualquier ciudad y que no precisa de un entorno agrícola resultará más pronto de lo que pensamos en la destrucción del Valle. Primero como concepto y luego como región agrícola.
Aquí viene el salto mortal en lo que nos compete a todos quienes no vivimos en el Valle. Por muchos años, nos hemos hecho a la idea de que el campo mexicano es, por definición, pobre. Hemos romantizado incluso la pobreza rural a tal grado que nos parecería grosero encontrar lo contrario: un campo mexicano que le permita una vida buena y plena de oportunidades a quien lo trabaja. A quienes no conocemos el mar y la única experiencia agrícola es la de plantar frijoles en un vaso de vidrio, nos corresponde elevar la discusión a un nivel maduro y útil. Salir de los estereotipos que uno tiene en la cabeza cuando conoce poco de un tema. Evitar la destrucción del Valle de Guadalupe importa no solamente porque es un concepto y patrimonio que genera orgullo en todos. Tampoco es relevante únicamente porque su deterioro pone en peligro la producción vinícola de la región y el modo de vida de quienes encabezan las casas vinícolas mexicanas. Se nos olvida que una comunidad es mucho más que el campo abierto, un montón de máquinas y una cava oscura. Hay un montón de gente muy parecida a ti que trabaja toda la semana en el Valle, y que hace de ese trabajo su modo de vida. No uno irrealista plagado de lujo sino uno acaso similar al tuyo o al mío. Puede que prefieran, como tú, una buena cerveza antes que el mejor rosado, o que no tomen alcohol en absoluto. No lo sé de cierto, pero no tengo duda de que son ellos en quienes Elinor Ostrom pensaba cuando escribió el libro que mereció el Nobel de Economía. Ciudadanos de a pie, sin mayor cargo político ni fortunas presumibles. Gente a la que le importa el Valle como concepto y como bien colectivo porque lo trabajó antes de que se volviera el concepto que hoy todavía es. Por esas personas que trabajan esa tierra que no le pertenece únicamente a ninguna de ellas y que han evitado hasta ahora la tragedia de los bienes comunes es por quienes importa discutir con madurez lo que le sucede al Valle. Y probarle a Hardin, guiados por Elinor, que estaba equivocado.
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