Habrá que hablar de lo obvio en tiempos donde la sensatez vale menos que un filtro de Instagram. Reformar quiere decir justo eso, volver a dar forma a algo que ya tenía ciertos márgenes y hace falta actualizarlos, o a una cosa que se ha deformado como un chocolate al sol. Reformar, entonces, no es darle una manita de gato a la sala para ocultar el desorden. No le bautizamos a la avenida más emblemática de la ciudad en balde. De otro modo sería Paseo de las ligeras modificaciones marginales. Así pues, pensemos en la reforma de modo simple. Modificar significativamente una cosa.
Volver a un recordatorio tan básico de por qué hacemos las cosas les devuelve su significado. Porque si lo que queremos es reformar habría que hacer lo necesario para alterar de veras aquello que nos empeñamos en cambiar. La pregunta inicial, entonces, es qué queremos cambiar y luego por qué. Ir respondiendo estas preguntas va subiendo el grado de dificultad de esta discusión pública. Queremos reformar el sistema judicial. Hasta ahí vamos bien. ¿Por qué? Pues porque se ha convertido en una maquinaria que ya no imparte justicia de manera equitativa y expedita. Porque algo le movimos que acabamos en un escenario donde no se persigue casi nada, donde las desviaciones a lo que debería ser justo en el sistema golpean mucho más y casi exclusivamente a las personas más pobres. Porque sacar un ejército a las calles y pensar en volver a meterlo al cuartel solo para después sacarlo y ponerlo a atender de todo y construir un aeropuerto no resuelve el tema de fondo que queríamos cambiar: la manera en que se imparte justicia en el país y se construye una sociedad segura y cohesiva.
Así pues, estamos más o menos de acuerdo en por qué queremos cambiarlo. Ahora viene la parte más complicada. El punto exacto en el que el queso se enreda. ¿Cómo hacemos que ese sistema vuelva a hacer lo que queríamos en un principio? De eso se trata todo el debate en estos días. El problema es que arreglar esta máquina es harto más difícil que cambiarle los amortiguadores al coche. El proceso es menos lineal que solo saber qué pieza está mal y cambiarla por una nueva. Porque dentro de esta máquina hay humanos. Un montón. Y organizaciones y procesos y rutinas y vicios y todo eso que nos hace interesantísimos como especie y a la vez imposibles de tratar. Pero quién dijo que todo está perdido, como canta Fito. Aunque difícil, se le puede a esta maquinaria. Estamos hasta aquí de acuerdo en que hay que cambiar al sistema y por qué. Una de las respuestas del cómo vino de la administración actual y es el objeto central del debate.
La reforma tiene varias aristas y recovecos, pero una de sus partes esenciales es pensar que la democracia electoral va a arreglar al sistema. Justo en este punto es donde me da por pensar que simplemente le hemos colgado un montón de esperanzas a la democracia electoral que es incapaz de cumplir. Pensamos que solo por someter una parte de la vida pública a votación de todos, el asunto quedará vacunado contra la maldad, la corrupción y la injusticia.
Pensar así en la democracia, como una panacea, una varita mágica, o ese maletín que sostiene Bob Esponja con una táctica infalible que purifica todo lo que toca es un poco ingenuo. Porque habrá cosas en que la mayoría no se ponga de acuerdo o simplemente no tenga tiempo de sentarse a pensar las consecuencias de elegir A en vez de B. ¿Cómo es que sabemos esto? Porque no somos nuevos como humanidad. Hemos visto al poder concentrarse y ejercerse de manera terrible en un montón de lugares. Hemos luchado contra esas tiranías y, tras un montón de tropiezos e historias repetidas, tratamos de construir maneras de que esas tiranías no volviesen a quedarse con la pelota. Una de ellas es separar el poder, no creas que esta trinidad del poder ejecutivo, legislativo y judicial es una ocurrencia de ChatGPT. Ha sido un aprendizaje tortuoso que nos ha llevado a buscar soluciones democráticas a las orillas más egoístas de la humanidad.
La elección de magistrados y jueces federales por voto popular podría acabar, justo, en todo eso contra lo que el presidente luchó en el pasado: la centralización del poder y la opacidad en la toma de decisiones. El partido dominante piensa que no hay ningún riesgo justamente porque están ganando por goliza ahora, pero lo mismo pensaron otros muchos antes. Incluso si pensáramos que la administración actual y la siguiente utilizarán el poder de manera responsable, nada garantiza que después gane una elección alguien a quien le funcione la reforma para hacer más pequeñas a las fuerzas que hacen de balanza al ejecutivo y se convierta, claro, en eso contra lo que luchamos por décadas. El tío Ben se lo dijo con claridad nítida a Spider-Man, y a él se lo contó un tal Damocles: un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Nos tomamos muy en serio la idea de que se trata de una fiesta de la democracia y quizá convenga tomarse esta discusión de la reforma con un café y saber dónde le conviene al pueblo manifestar directamente su poder y dónde delegar.