No le sobra razón a quien asegura que el desarrollo científico ha sido utilizado para fines terribles y magníficos. Habrá quienes nieguen efusivamente con la cabeza argumentando que la línea que divide lo absolutamente atroz de lo sublime es subjetiva, cambiante, humana, pues. Lo cierto es que todo aquello que aprendimos desde que dominamos el fuego hasta el colisionador de hadrones puede ser empleado para acumular poder y aquietar opositores o para ganarle la partida a la muerte y crear comunidades menos hostiles.

Todo lo anterior no es novedad y se ha discutido en las redes -lo más parecido a los cafés que tenemos en esta vida posmoderna- hasta la náusea. Con lo que no contaba este año de la pandemia tardía (también llamada “la época del oleaje más que una serie de oleadas”) es que habríamos de descubrir la partícula del neoliberalismo. Antiguamente descreíamos que habría materia más diminuta que los átomos sólo para tropezarnos con las diminutas piedras de los protones, electrones y neutrones. En tiempos más recientes se habla de los leptones, bosones y quarks como las partes más diminutas de esta cebolla que llamamos realidad material. Así como el paradigma de que el átomo era indivisible cayó como caen los Pumas en la liguilla (peleando, vale la pena aclarar), los incrédulos que aseguraban que no había manera de comprobar que la materia está compuesta por partículas neoliberales, neutrales y nobilísimas tuvieron que lanzar sus libros de texto a la hoguera este año -también llamado “el año del zoom como un sexto círculo del infierno”.

La dichosa partícula que hace de toda materia -piedra, papel o tijera o funcionario o investigador- un espécimen neoliberal por excelencia no sólo puede rastrearse en las decisiones políticas y económicas que representantes de Estados-nación suelen tomar como champurrado en navidad (cuidadosamente, quiero decir). La partícula neoliberal puede rastrearse hasta la mazmorra del espacio físico-temporal donde emerge, brota, surge como un big bang ominoso y corrupto. Quién hubiese imaginado que tal partícula no fuese neutral ni indiferente ante nuestros pleitos sociales, como decía Carl Sagan del cosmos. No, señor. El neoliberón -término que acabo de acuñar en este renglón porque todo este desarrollo científico es muy novedoso- es un pedacito de materia astuto y tramposo. Se fue a esconder en el lugar donde menos se nos hubiese ocurrido buscar el mal absoluto de este mundo: las universidades y los centros de investigación. ¡Los recintos que juraron proteger la democracia y la pluralidad! (usted disculpe la exclamación y el exabrupto).

Claro que toda proeza científica viene con sus costos y desafíos. No iba a dejar el neoliberón dejarse observar por el microscopio de la honestidad más honesta y la verdad más verdadera. En cuanto supo que se le había descubierto como partícula de la materia capaz de transformar a un humano bueno en uno… pues malo en términos holísticos, congregó a todas las moléculas que poseen su naturaleza neoliberal de modo que el nido donde brota el neoliberón no pueda ser transformado en un jardín de partículas de la verdad más verdadera. ¿Usted cree que el paradigma del terraplanismo cayó en un día? Sigue cayendo, como diría Galileo. Aunque ya poseemos el conocimiento de que existe el neoliberón, ahora habrá que buscarlo en todos los sitios y fragmentos de materia corrompidos por tan ruin polvo de estrellas. Y nosotros que creíamos que la ciencia sólo podía llamarse ciencia cuando estudia la realidad tan objetivamente que es imposible montarle anteojos de colores, listones ideológicos y maniqueísmos propios de adoctrinamiento del bueno. Con el tiempo, quizá logremos rastrear el momento en que el Big Bang -evento pionero que puso de moda la descentralización- engendró la primera partícula de

neoliberón que se hospeda en el estante de la biblioteca donde duerme todavía tranquilo Adam Smith y la riqueza mal o bien habida de las naciones.

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