Resulta de lo más irónico, si se le mira desde donde yo, el modo en que la tecnología de nuestro tiempo permite y a la vez evita que viajemos a cualquier sitio. Compartir el mundo con el virus solo ha acentuado malestares que ya existían. Tras lo que podría ser la peor crisis de su historia, las aerolíneas han vuelto a su vitalidad y han incrementado los precios de volar de manera dramática. Hay un mercado capaz y ansioso por dejar atrás el aislamiento y viajar. Ante una demanda voraz, los precios y otras restricciones migratorias restriegan en la cara su realidad a quienes no han podido subirse nunca al tren de la prosperidad.
Todavía más irónico: los humanos que menos pueden desplazarse son también los que más han padecido un virus que no conoce barreras arancelarias. Este saltimbanqui de nómadas y sedentarias retrata lo compleja e injusta que se ha convertido la posmodernidad. Claro que, si me apresuran, puedo decir que el hecho de que algunas cosas permanezcan en su sitio no es absolutamente malo. La promesa de las comunicaciones y el mercado internacional deslumbra nuestras pupilas asegurando que productos de todo el mundo están al alcance de nuestros dedos y, sin embargo, la portabilidad no es perfecta para muchas cosas.
Explico con un ejemplo: uno sigue tropezando con un restaurante de comida mexicana que enciende zarapes color neón en una avenida estadounidense. Aunque todo puede importarse y los aguacates vienen del mismísimo Michoacán, el sabor de un taco se atora en la aduana. Hay una diminuta belleza poética en pensar que uno todavía tiene que ir a ciertos lugares para descubrir esa experiencia humana única.
Desde luego que hay dentro de esta idea una discusión sobre lo originario y la tradición. La comida mexicana es patrimonio nacional e internacional pero es también resultado de mestizaje, migración y suerte. Difícilmente habrá algún orgullo histórico que no sea producto de viajes y combinaciones casi aleatorias, como dice Jorge Drexler. Tuve un amigo de Albacete, una ciudad española pequeñita de la que conocía yo nada. Con orgullo me contó alguna vez que la ciudad tuvo a bien levantar un monumento al cuchillero. Aunque nadie negaría que la navaja de Albacete es un símbolo tradicional e histórico, la cuchillería es producto del viaje y la herencia árabe que ha permeado de tantas maneras en un montón de latitudes.
El mismo amigo, sin conocer este manifiesto mío sobre la portabilidad y el origen de las cosas, lamentaba que no hubiese en la Ciudad de México aceite de oliva como el mediterráneo con el que creció. Luego anduvimos en un tren de fierro viejo y ruidoso mientras me explicaba cómo el aceite de oliva es, con toda evidencia científica, no solo el más rico sino el más saludable. Con esa intensidad vehemente suya de explicar cada cosa como si estuviese explicando la fórmula de un espiral. Jamás había puesto nadie tanto empeño en responderme cómo embarrar mejor el aceite en un sartén de fierro para hacer una tortilla de patatas. Tanto hablamos él y yo de navajas y fierros que hasta ahora caigo en cuenta que uno de nuestros libros favoritos llevaba fierro hasta en el título. Le vaciamos aceite de oliva a mis recuerdos oxidados de Las bóvedas de acero de Asimov. Siempre envidié su memoria casi de computadora para recordar detalles de esas novelas de ficción científica que a mí probablemente se me olvidaron cinco minutos después de leerlas.
Todo esto lo escribo en tiempo pretérito, porque en verdad tuve a ese amigo y ya no lo tengo. Nuevamente, por broma cruel del destino ni siquiera pude aparecerme físicamente para darle una despedida con el mejor aceite que se ha presionado en este mundo. Me quedo pasmado en casa, como tantos humanos de este tiempo, con un montón de otras conversaciones intensas y minuciosas de libros que probablemente nunca lea y que mi querido Alberto López recordaba como si tuviese un Kindle en los ojos. Y con ganas de que me hubiese regalado alguna vez un cuchillo de Albacete. Aunque el dicho popular manchego me lo hubiese prohibido: la navaja de Albacete no se regala. Se vende al amigo a un precio simbólico, para que no se corte la amistad. Me disculpará la región de la Mancha entera, pero hay amistades de ésas férreas que perduran como el más viejo de los olivos.